jueves, 12 de junio de 2014

Tutti futti de amores



Hay amores que no deberían terminar nunca. Y de hecho, creo que los hay. El infinito es atributo del mar y de los vientos, no de la mayoría de los humanos, pero sí de ciertos sentimientos. Los idealistas hablan del amor eterno, los más escépticos lo desmienten y reniegan del amor para toda la vida.

Hace un tiempo conocí a alguien que me hizo replantearme estas cuestiones. No porque me hubiera enamorado repentinamente o estuviera perdiendo una porción de lucidez, sino porque encontré el amor. Fue impensado, como suele ocurrir y me conquistó por su belleza natural, su feroz mirada, su inocencia y por los colores que me regala cada vez que le veo.

Un amor que impacta desde el primer minuto, que estremece, hace palpitar, y hace eco por el resto de los días. Un sentimiento que me acompaña en la cotidianeidad y que se nutre día a día hasta hacerse infinito. Es como un terremoto, nadie puede partirlo en dos mitades. Un amor que no molesta, no inquieta, y va madurando. Un amor desenfadado que me despabila, me distrae, me conquista. Que hace que mi felicidad quepa en una sonrisa y en unos bracitos desconocidos. Que me inquieta y me llena de preguntas.



El día que me enteré que iba a ser tía po primera vez, entendí el significado de la frase "no cabe en mí tanta felicidad". Es algo indescriptible. Y esperar... Esa fue la más larga de todas las esperas. Hasta que un día y de golpe, llegó. Y no podía borrar la sonrisa de mi cara. Cuando supe de su existencia habrá tenido como casi tres meses de vida en la panza de su mamá. Esperé muchos años por ese momento, quizás en parte porque estaba acostumbrada a ser la más chica de mi familia y quería empezar a sentir la sensación que causa tener que ocuparse de alguien más.

Al principio quizás no supe cómo reaccionar, porque estaba tan asustada como los padres. Aún veía al papá (mi hermano) como un berrinchudo, con el que podíamos pasar horas peleando por macanas y al minuto siguiente sentarnos por más horas todavía, hablando de la vida. No tuve un hermano menor, y tener a mi primer sobrino me hacía sentir algo de miedo, no por sentirme desplazada, sino porque estaba segura de los propios miedos de mi hermano, los que supongo les entra a cualquier padre primerizo: miedo a no ser el padre que uno desea para el hijo. 

Hace unos días nació mi segunda sobrina. Y esta vez no tuve el valor de aguantarme las lágrimas. Fue una mezcla de emoción, nervios y sentimientos encontrados. La emoción fue más grande que el afán de esconder el llanto de ver nacer una nueva vida ante tus ojos, tan chiquita y pura que te hace sentir tan grande y poderosa como para defenderla de lo que venga.



De golpe llegan a tu vida dos personitas nuevas para iluminar la familia. Y ver a tus hermanos tan orgullosos y felices hace que esa alegría se contagie. Era tía. Pero en realidad era algo que iba mucho más allá del título que estrenaba por esos días. Caer en la cuenta de que esos pequeños eran la confirmación de que habíamos dejado de ser chicos, porque llegaba una nueva generación. Ya somos grandes. Y ver a esos chiquitos como prolongaciones de ellos y a la vez como unos seres totalmente distintos es un golpe fuerte.

Y ahora a lo que voy. 

Muchos me vienen diciendo que ahora solo falto yo. ¿Para qué falto yo? ¿Para procrear? Honestamente, a veces creo que no voy a tener hijos. No me veo como madre, ni remotamente y no quiero ver cómo mis hijos crecen y me juzgan por lo mal que lo hice como mamá. Otras veces, sin embargo, llego a la simple conclusión de que todos mis planes son incompatibles con la maternidad. Me gustan los niños, quizás porque de chica cuando leí uno de mis libros preferidos ("El Principito"), me di cuenta de que no quería crecer y perder mi espíritu. Pero lo mío está lejos del instinto maternal. Pude discernir de esa sensación para darme cuenta de que me gusta jugar con ellos, sabiendo que siempre podrán retornar con su madre. Mis sobrinos son lo mejor que hay. 

Mis hermanos le han dado a mis papás la alegría de ser abuelos con nueve meses de diferencia, y a mí me dieron la dicha de poder disfrutar de ellos sin la necesidad de formalizar nada. Ser tía es la fórmula perfecta para correr por todos lados, malcriar y jugar hasta el cansancio y poder retornar a casa, donde no hay juguetes ni bebés llorando en la madrugada, ni pequeños demandándome tiempo. 

Por otro lado, soy pésima para dejar que la gente dependa de mí, de mis horarios, de mis actividades y de mi tiempo. Todavía me cuesta ser consciente de que en casa hay alguien esperando por mí (mamá) e inclusive se me hace extraño saber que Greta, una mestiza caniche y maltés, depende de mi persona para alimentarse, bañarse, jugar a la pelota y hasta dormir conmigo cuando hace frío. Soy muy estructurada en muchas cosas, pero no precisamente con mis tiempos. Inconscientemente, le veo divertido al hecho de improvisar sobre la marcha.

Amo ser tía. ¿Cómo no adorarlos cuando te sonríen y te brindan amor sin conocerte siquiera? Y lo mejor es que cuando la fiesta termine, después de reír y disfrutar de sus alegrías y pataleos, siempre podré volver a a mi casa para disfrutar del silencio y la calma de la no maternidad.



Desde que supe de la existencia de mi primer sobrino, supe que su recuerdo acapararía mi mente a cada hora. Y ahora que tengo dos, el atardecer se hace más intenso cuando acomodo el escritorio de la oficina contando los minutos para verlos. Y estoy segura que en un futuro no tan lejano odiarán, como yo en una época de mi vida, tener que escuchar "Yo a tu edad..." para argumentar cualquier negación o desacuerdo. También sé que no van a ser indiferentes a la sugerencia, aunque no tengan ni la más remota idea de lo que los "grandes" queremos decir con esa frase.

A lo mejor no podré llevarles a Disneylandia ni regalarles un castillo de juguetes. Solamente fortaleceré mi espíritu para acompañarles donde sea que vayan, darles la mano cuando la necesiten y cuando no, festejar sus alegrías, escuchar sus penas y desamores. Prometo ayudarles a comprender y a digerir las frustraciones, enseñarles a amar a los animales, a celebrar la vida y a festejar los cumpleaños.



Queda claro que el amor de larga duración es más probable que el eterno. Pero que uno siempre termina sorprendiéndose de lo mucho que un ser tan chiquito puede generar en una persona. Quisiera ser quien por primera vez les acompañe a leer las primeras páginas de "El Principito", para que sepan descubrir la esencia de la niñez y que puedan domesticar a los adultos y enseñarnos el gran sentido de la vida.

No sé si seré una tía ejemplar. No podré caminar a lado de ellos todo el tiempo, para eso están los padres. Lo único que puedo hacer es seguirlos de cerca, para actuar de soporte si alguna vez faltasen manos para levantarlos. Acompañarlos, solo para que sepan que alguna vez también los adultos fuimos y sentimos como ellos. Y ayudarlos para que nunca me olvide que alguna vez también fui niña.