miércoles, 31 de diciembre de 2014

Dejar ir



Se va el año y esperé con ansias el momento para escribir mi tradicional balance. Irremediablemente esta época del año me invita a hacer un equilibrio para revisar lo que viví, lo que corrí, para seguir construyendo e intentar ser mejor persona.

Muchos se burlan o toman con ironía el hecho de hacer uno, pero para mí es la mejor manera que encuentro de exteriorizar lo aprendido a lo largo de 365 días y que no solo queden de manera aislada en un rincón de mi memoria. Además, los compromisos de año nuevo quedan pactados con testigos que están en línea siguiendo este blog.

El fin de año, inconscientemente, me obliga a repasar lo vivido. Es un pacto tácito que tenemos la vida, el tiempo y yo.

En este recuento exprimo a mi memoria y reviso todos los detalles de mi existencia. Me hago preguntas con la esperanza de encontrar muchas más respuestas y de paso confirmo que hay cuestiones y dudas que aún siguen siendo -y quizás lo serán siempre- un espacio en blanco, seguida por puntos suspensivos, como una hendidura y una grieta en mi espíritu nómada que intento restaurar a menudo -aunque sin éxito- y que se volvió en una mala costumbre. 

Tal vez no es tan malo después de todo. Honestamente, me hace sentir importante el saber esa capacidad mía de cuestionar el mundo y todo lo que me rodea, incluyéndome a mí. Pero... ¿cómo evitarlo? ¿Quién era yo hace un año? ¿Quién era antes de este año que viví corriendo? ¿Quién era yo antes de calzarme las zapatillas o los championes y salir a la calle a enfrentar los nuevos cambios que traen consigo un nuevo año o ciclo?

Me tomó vintiséis años llegar a este punto. Un punto que poco a poco se va pareciendo a lo que alguna vez soñé. Aunque me hubiera gustado que sucediera antes, tampoco me disgusta que pase ahora. En el camino, es cierto, se llegaron a marchitar ideales y verdades que creí absolutas. Guardé en un cajón cartas de amor y de amistad, junto a fotografías desteñidas y recuerdos en sepia. 

En estos trescientos sesenta y cinco días tuve experiencias que preferí olvidar y otras que me gustaría no olvidar jamás. Pero finalmete, este post va a ser positivo. Porque sobre todo, fue un año de aprendizajes. Un año que dejé ir oportunidades, viéndolas perderse en el recuerdo, como un globo. Y todo para apostar a un sueño pospuesto, como una materia pendiente (sí, sobre todo laboralmente).

El primer gran cambio fue justo y sumamente necesario. Cambio de aires, de ambiente, de equipo. Cambio de trabajo. Una asignatura en deuda conmigo misma y por la cual rechacé otras propuestas para aferrarme aún más a mi vocación de periodista (aclaro, por si quede la duda). Aprendí que lo único constante es el cambio y a veces suele ser algo irremediable. Que no me hallo puede ser un motivo más que suficiente para irme de un sitio y encarar otro desafío. Conocí gente que me ayudó de una forma inesperada. Que terminó siendo parte elemental de un año cargado de buena onda, positivismo, emociones, momentos compartidos y madurez.

Después de mucho tiempo puedo decir que mi trabajo me hace inmensamente feliz. Vivir de la palabra escrita y que te reconozcan por ello, es lo que más dignifica tu trabajo y tu persona. Y sobre todo te motiva a seguir, a crecer, a tirar para adelante, a estar siempre dispuesto a remar. Conlleva muchas más dificultades, muchos más desafíos y mucho más compromiso, pero nada es comparable al hecho de plasmar sentimientos, pensamientos, ideales e historias que de una u otra forma también marcan tu vida.

No puedo decir que todo fue color de rosas, tuve mis bajas. Pero soy una convencida de que si sentís que estás donde querés estar, las bajas pasan a ser parte de una lección constante, para crecer, madurar, aprender... Y finalmente, ser mejor.

Personalmente, el panorama no fue distinto. Mi humor cambió, mi estado de ánimo mejoró, las ganas de perseguir mi viejo sueño que ya se estaba durmiendo en algún estante viejo de mi trabajo anterior, afloraron con más fuerza que nunca. Y quizás volver a hacer terapia me ayudó. Cuando mi psicóloga me pidió que escribiera una frase que defina mi vida, al recordar las palabras de mi papá cuando le dije que quería ser Periodista y me respondió: "Te vas a morir de hambre", inmediatamente me inspiró a escribir la frase: "Todo es posible". Si algo me enseñó este año, es juestamente eso, que todo es posible. Trabajé, me esmeré por llegar a donde estoy ahora, que no me quedan dudas que todo es posible.

Y hablando de mi papá, de alguna manera, este año me permitió acercarme más a él, saber que tenemos muchas más cosas en común de las que creía tener. Como que dormimos de la misma forma -abrazados a una almohada-, o que tenemos la misma manía por el maní y el queso. Pero que también tenemos diferencias abismales en cuanto a ideologías y pensamientos. Pero me quedo con lo lindo, de saber que aún en la distancia, hay cosas mucho más fuertes que nos unen. Como mi idea de alguna vez ser tan grande como él. -Por cierto, pasé Navidad sola con él. Y lejos de pasarla mal, fue una de las mejores Navidades de los últimos años-.

Lo más importante de este año es que vislumbré una luz y una tenue brisa caló profundamente en mí al ver el par de ojitos de mi segunda sobrina. ¡Sí que fue un hermoso año! Tan lindo, que lo voy a atesorar como algo invaluable. Definí mi vocación de ser tía, de estar dispuesta a dar la vida por alguien más, de querer defender mis ideales a capa y espada, de no darme por vencida nunca. Y muchos otros valores que una nueva vida puede aflorar.

Vi muchas películas que marcaron mi año, pero La vida secreta de Walter Mitty afianzó mi ideal de seguir soñando. "En la vida hay que tener valor y afrontar lo desconocido", "Un recordatorio de que los sueños están para ser cumplidos" o finalmente "Ver el mundo, afrontar peligros, traspasar muros, acercarse a los demás, encontrarse y vivir. Ese es el propósito de la vida". Pillé que no está mal soñar despierto todo el tiempo. Me lo demostró Walter Mitty.

Musicalmente hablando, tampoco me puedo quejar. La música siempre te acerca a la gente, nunca te aleja. Me pasó con Coldplay, cinco años atrás. Amigos que un concierto musical unió, y que no lo separó nadie más, hasta ahora. Este año vi shows que siempre te dejan un sabor a insuficiencia -Los Piojos, Jarabe de Palo, Jack Johnson, Fito Paéz y muchos más-. Pero finalmente, lo más lindo de esos conciertos, siempre resultaron ser la compañía que en cada uno de ellos me acompañó para cantar, gritar, bailar, saltar, emocionarme y hacer el pogo masivo que nunca puede faltar. La música también me acompañó en cada momento de mi vida y afianzó relaciones con personas que hoy forman parte de una lista de seres intrañables en mi historia.

Existen muchas cábalas de año nuevo, como dar una vuelta a la manzana a la medianoche, con una valija en mano, para viajar más. O comer doce uvas. O vestir ropa blanca. Pero también dicen que si empezás el año viajando, vas a tener un año movido, ajetreado y con muchas aventuras. Yo las tuve. Los primeros días de enero y el paseo a Corrientes anticipaba un año con muchos más paseos, viajecitos cortos, recorridos y aventuras con amigos. 

Me entregué más a las horas y al tiempo, para finalmente sorprenderme con más momentos felices. Llegaron afectos nuevos, que espero hayan llegado para quedarse. Transité el año con más alegría y entusiasmo. Hice las paces con algunos enemigos como las dudas, los miedos, las confusiones, las soledades y el año que viene espero hacer las paces con el malhumor. Apendí a guardar cada momento en un frasquito -y no solo en la pantalla del celular-, para abrirlo cada vez que me sentía sola y así prolongar mis momentos de felicidad. Mi panza se llenó de carcajadas y mi imaginación no paró de crear.

Pero por sobre todo, este año dejé ir muchas cosas a las que no extraño, porque me fui desterrando de cosas negativas y corrosivas que solo afectaban mi bienestar y mi paz interior. Este año busqué, desesperadamente, resaltar más las virtudes y opacar más las miserias. Tomé un rumbo opuesto y elegí el lugar donde quiero estar, con las manos medio vacías o medio llenas, ¿qué importa? También con un manojo de dudas en el bolsillo, pero finalmente se trata de ir tras un sueño y dar un paso a la vez. Así que lo demás, poco y nada importa.

Y más que nunca, aprendí a creer en los finales felices.

El próximo año, que ya está por llegar, anhelo los mismos deseos de años anteriores. Seguir buscando más momentos de felicidad. Deseo poder ser más espontánea y dejarme llevar más por mis instintos que por los cálculos monetarios y matemáticos y desterrar el miedo y las dudas de una buena vez. Deseo enfocar mi energía en personas que de verdad lo necesiten y así devolver parte de todo lo bueno que la vida me regala todos los días.

Este año brindo por mi familia, sobre todo por mi abuelo, que celebró sus 83 años. Celebro la dicha de seguir teniéndolo entre nosotros. Brindo por mis amigos y mis compañeros que son pieza clave en mi crecimiento. Brindo por mis sobrinos, por hacerme ver todos los días que la felicidad plena no existe, que son pedacitos de momentos compartidos con las personas ideales. Que ser niños es la mejor etapa de la vida, porque es posible medir la alegría en paquetes de caramelos, en vueltas en calesita, en sube y baja y en hamacarse por los aires. 

En esta época es cuando más tomo consciencia de todo lo que hice y lo que no, de lo que aprendí, disfruté, compartí... Solo para darme cuenta de que un año más pasó volando. Busqué, soñé, cambié y justamente de todas esas búsquedas, sueños y cambios es de lo que estuvo hecho este 2014. Y en cada una de ellas, tuve presente a mi abuela. Porque nunca hay que olvidarse de dónde venís, para poder enfocarte a donde sea que vayas.

Me despido de este año con una mirada cómplice y una sonrisa. ¿Fue el mejor? No sé. Decir que fue el mejor sería limitarme a que el 2015 no lo sea. En realidad, si hay algo que se me grabó, es que cada año tengo que buscar que sea mejor que el anterior. 

Se va otro año y sin embargo se mantienen intacto en mí los deseos de vivir de acuerdo a mis pasiones y principios, a seguir sumando pequeños triunfos para cumplir grandes sueños. Pero por supuesto que en el camino también voy a ir disfrutando, como hasta ahora. Quizás haya elegido un camino duro, pero a veces pienso que esta carrera me eligió a mí, porque siento que esta puede ser mi forma de acercarme a la gente, de aportar mi grano de arena a este pedazo del mundo. Y en este camino, reconozco, me voy cruzando con gente tran grande y especial que me hace crecer y mejorar un poco más todos los días, que con su apoyo generan en mí las mejores sensaciones. 

Se va el 2014, dejándome un montón de cosas que no se comparan ni con un camión repleto de oro -al más puro estilo de la película La estafa maestra-. Con la diferencia de que el acceso a la caja fuerte está en mí misma, en mis ganas de seguir caminando y aprendiendo.

Con todo esto, lo que más deseo es que el año que viene, venga acompañado de mayor bondad para compartir más y mayor sabiduría para consumir menos. Y desde luego, la infinita capacidad de seguir soñando.

Finalmente, la felicidad cabe en galletitas tipi remojadas en un vaso de Toddy... ¡Claro que sí!

¡Feliz, feliz, feliz 2015!


Y vuelvo a compartir esta canción en un post -por segunda vez este año-, simplemente por dos razones: una, que me gusta y dos, los voy a ir a ver en vivo dentro de poquito, en lo que implicará la primera pequeña aventura del nuevo año. ¡Salú!

lunes, 15 de diciembre de 2014

El testamento de los 25



A pocas horas de cumplir 26 años es momento de hacer una confesión algo triste, lamentable, pero irremediable: soy adulta. Y quizás lo sea desde hace mucho tiempo, pero hasta ahora me cuesta reconocerlo del todo. ¿Será por eso que me niego a dejar de ver capítulos de mis dibujitos animados favoritos en internet?

Sin embargo, no sé cuándo fue que suprimí del placard los pantalones y las blusas rosadas para evitar convertirme en la Belinda de su época de actriz de telenovelas infantiles. Aunque me puedo jactar de que todavía no me encuentro leyendo con curiosidad el prospecto de alguna crema anti-age, o comprando tacones para ir a la oficina, o abundante maquillaje para salir a tomar algo con amigos. No, esa no soy yo y afortunadamente nunca lo fui. Y mucho menos pienso serlo a los 26.

Tampoco me acuerdo cuándo fue la primera noche de sábado que preferí dejarme puestas las pantuflas, comprar una pizza, o ponerme a cocinar algo sencillo, darle play a una película y exclamar convencida que era el mejor sábado de mi vida.

Mucho menos recuerdo cuándo empezaron a decirme "Señora" en la estación de servicio, en el bus, en la tienda de ropas, en la caja del súper, o en la calle. "Señora"... Sí, "señora", ese término que desde los tiempos arcaicos se le aplica a cualquier persona mayor o adulta, es decir, más anciana. Frase letal.

Me doy cuenta que ya entré al mundo adulto cada vez que veo las diferencias generacionales con personas menores que yo. O cuando me toca separar mis 5% y 10% de IVA mensuales, hacerme cargo de muchas compras del súper, el pago de mantenimiento de ciertas cosas de la casa y el tener que hacerme cargo de cada una de mis decisiones, buenas, malas y hasta bochornosas, diría. Además, me lo hacen notar mis compañeros de la clase de inglés, conformado en su gran mayoría por chicos que rondan los 20 años, cuando se sorprenden al escuchar mis expresiones y experiencias.

Supongo que también caigo en la cuenta cada vez que tomo consciencia de que traigo incorporado el microchip que se ocupa de alertar a los adolescentes bajo el famoso lema: A tu edad yo... Ese chip que se encarga de alertar a las personas menores que yo bajo esa frase tan letal que parece activarse automáticamente en un determinado momento de la vida y que funciona como suerte de predicador únicamente dispuesto a difundir las virtudes de la adolescencia y la juventud entre cualquier persona menor.

Y justamente esperé ver una película para hacer este post y quería que sea antes de mi cumpleaños. Finalmente la vi anoche. La película narra la historia de cuatro jóvenes que se conocieron en preparatoria (secundaria), que doce años después vuelven a encontrarse, cuando están a punto de cumplir 30 años y les asaltan todas las dudas de las que vienen huyendo desde los 20: ¿Soy quién creí que iba a ser? ¿Estoy con quien quiero estar? ¿Qué pasó con aquel gran amor de mi vida? ¿Estoy donde realmente quiero estar? Los protagonistas se plantean cuestiones de su vida que aparentemente nunca lograron resolver. Dudas existenciales que están ahí nomás, que conviven con todos ellos y que están dispuestas a despertar en cualquier momento.

Marina, una de las protagonistas, en 12 años no pudo completar la escultura, que según ella, la definirá como artista y después de más de una década sigue preguntándose si Ignacio era el amor de su vida. Por su parte, debido al trauma que le generó la muerte de su novia, Ignacio dejó de lado su sueño de ser físico para convertirse en evaluador de riesgo y maneja todo en base a estadísticas. Mimí es obligada por su mamá a ser actriz infantil, renunciando a su sueño de ser azafata. Y Adán es un arquitecto adicto y promiscuo. 

Al final de la historia, una frase retumba en la voz de la protagonista: "En el fondo no hay nada que hacer. Siempre tendrás 18, porque eres joven sólo una vez, pero inmaduro para siempre". ¿Será tan así?

La película es Efectos secundarios, un film mexicano del año 2007, el primero coproducido por Warner y siendo sincera, no es para celebrarla con bombos y platillos, porque lo que da a entender la historia es que ninguno de ellos logró superar su adolescencia ni madurar emocionalmente. Pero pese a cumplir recién 26, me hizo replantearme muchas cuestiones de las que siempre fui consciente -todos lo somos-, pero que la mayoría de las veces nos negamos a ver. 

En realidad me hizo un click profundo al pensar que al final no importa cuántos años tenga, mientras siempre esté dispuesta a empezar de nuevo. Después de todo, nunca es tarde. 


Como sea, a todos los que me leen, me gustaría advertirles que en la infancia se rasparán las rodillas, pero el corazón seguirá desprendiendo alegría.
Que jugarán mucho más de lo que recordarán cuando grandes.
Que reirán por cosas que de adultos ni siquiera conseguirán entender.
Que correrán más de lo que resistan sus piernas.
Que nunca se cansarán de jugar -no lo hagan ni aún de grandes-.
Que se asombrarán por todo, amarán mucho, abrazarán porque sí y sin motivo aparente y se encariñarán más de la cuenta.
Que harán amigos con tanta faclidad, que de grandes los hará olvidar y se preguntarán cómo es que alguna vez fueron tan sociables.
Que en la adolescencia se llora por amores de los que más adelante no recordarán ni su nombre ni su forma de caminar ni el por qué del adiós.
Que a lo mejor se van a frustrar al elegir una carrera porque con el tiempo descubrirán que eso no era lo que pretendía el espíritu. Pero que con eso no llega el fin del mundo. Al contrario, nunca es tarde para volver a empezar una carrera ni cualquier otra cosa.
Que la mayoría de las veces está bueno seguir los instintos y dejarse llevar sin pensar mucho. 
Pregunten, charlen, anímense, háblenlo. Maten su curiosidad aunque les acusen de preguntones. Hasta "¿por qué el cielo es azul?" será una interrogante válida.
Obedezcan a la razón, no a la autoridad. Obedezcan porque están convencidos de que deben hacerlo, porque su corazón les lleve hacia ese lado. Nunca obedezcan sólo porque sí. A veces objetando se obtienen respuestas interesantes.
Habrán veces que deberán parar y dar unos pasos hacia atrás solo para volver a empezar.
Que se sentirán decepcionados el día que perciban que la rutina no tiene una tenue luz ni música a todo volumen, sino una pared blanca a la que se aprende a ver de distintos colores cada mañana.
Que la gente se esmera más en parecer que en ser.
Que lo que de joven parece posible, de grande se asemeja más a lo improbable -pero existe la ley de la atracción y a toda regla una excepción, ténganlo en cuenta-.
Que aquello que se entiende por belleza puede mutar de mil maneras hasta convertirse en un solo gesto.
Que una carcajada y una conversación inteligente enamoran más que un envase brillante y despampanante.
Que se sobrevive al desamor.
Que por amor y de amor, no muere nadie.

Y además...
No se alejen de las amistades por un novio o una novia de turno.
A veces la mejor respuesta puede ser no responder.
La conversación es uno de los factores más importantes. En cualquier tipo de relación. En el lugar que fuere.
No tomen los consejos que les den todo el mundo. A veces solo alcanza con seguir la intuición. El don de fluir, diría Jorge Drexler.
No se ahoguen en sus silencios. Si tienen algo que decir, díganlo. Con el tiempo, los silencios les pesarán y dolerán más que una uña encarnada o el dolor de muelas.
Aprendan a poner límites a las personas.
Sean positivos y optimistas. Vivirán en paz y serán más felices.
Lloren mucho por algo que les haya molestado, pero nunca más vuelvan a llorar por lo mismo.
Prueben cosas nuevas y diviértanse. Es la mejor forma de darse cuenta de lo que son.
La edad NO es garantía de madurez.
La gente NO cambia. En un 99% de los casos.
Nunca terminarán de conocer verdaderamente a alguien.
No sigan las modas. En el futuro podrían arrepentirse de esa calza de animal print que se pusieron.
Perdonar los convierte en personas más fuertes, no más débiles.
Es bueno que reconozcan cuándo es necesario disculparse y retractarse.
El pasado no los definirá, pero puede enseñarles lecciones de vida muy importantes.
No deberían quedarse con algo o con alguien solo por comodidad o conveniencia.
Cualquier relación que tengan en la vida, les dejará alguna lección.
Las penas de amor nunca serán fáciles, pero aprenderán a lidiar con ellas.
Llegará un momento en que simplemente deberán dejar ir a las personas.
Hagan una lista de todo lo que no les guste de ustedes y luego tírenla. Son lo que son. Y nunca serán tan malos como se imaginan.
Tiren el equipaje que les sobra. El trayecto es largo y la carga no les permitirá mirar hacia adelante. Y además, les joderá la espalda. Recuerden, a veces hay que dejar ir...
Enamórense, aunque les rompan el corazón. Caigan y vuelvan a levantarse las veces que sea necesario. A lo mejor hay un verdadero amor, a lo mejor no. Pero mientras, bailen aunque no haya música.
Amen sin desmoronarse, para que más tarde no tengan que juntar pedacitos de corazones esparcidos por ahí.
Coman sano y gasten energía haciendo ejercicio. Esa es la base para tener una vida saludable -yo lo aprendí recién después de los 20-. Ah, y anden en bicicleta.
Equivóquense, cambien, intenten, fallen, reinvéntense, manden todo a la China y empiecen de nuevo cada vez que sea necesario. En serio, no pasa nada.
Prueben otros sabores de helado, otras marcas de bebidas y de crema dental.
Empiecen una banda -mejor si es de rock-. Tomen clases de baile, aprendan idiomas, hagan cursos de cocina.
Perdonen... Olviden... Dejen ir...
Decidan quién es imprescindible -aunque en realidad nadie lo es-. 
Mientras más grandes se vuelven, más difícil se hace hacer amigos de verdad y es justamente cuando más van a necesitar de gente que sepa quiénes son en realidad sin tener que darles explicaciones. Esos son los amigos. Cuídenlos y manténganlos cerca.
Aprendan que en las clases no van a aprender nada. Que en la escuela de la vida no hay examen final, ni calificaciones, ni fiesta de graduación -menos mal-.
Pero por sobre todo, viajen mucho. Tengan a mano una mochila, championes cómodos y una cámara de fotos y conozcan tantos lugares como gente. Los recuerdos de esas experiencias no tendrán fecha de expiración. Y anoten esas aventuras en una libretita que entre en el bolsillo. En el futuro, cuando tengan su primera cana, van a tener buenos argumentos para empezar a envejecer tranquilos. Y todo lo que vivan va a sonar como el bonustrack del mejor disco de sus vidas.
Pero sobre todo, por este medio, les digo, ante todo, nunca, jamás de los jamases renuncien a sus sueños. Por más grandes, chicos, ínfimos y ridículos que parezcan. Nunca.
Y por este medio, dejo constancia de mi materia pendiente más inmediata: Arrancar el auto un día y conducir sin parar hasta que se acabe el combustible.

Muchas cosas pasan sin previo aviso: la muerte, el amor, un encuentro, la lluvia, cumplir años... No siempre anticipan su llegada de una forma evidente y sólo cuando suceden nos enfrentan a una nueva versión de nosotros mismos. Nos modifican, nos redibujan el presente y cuelgan entre pinzas el futuro.

Ahora, mis proyectos a cumplir están más latentes que nunca. Con más ganas, con más optimismo y sobre todo, con más esperanza.

Esto me dejó los 25 años. Los 26, sé que me dejarán mucho, pero muchísimo más.


Este post está dedicado a mis dos pequeños humanos favoritos en el mundo: mis sobrinos Seba y Sofi, por enseñarme, sin querer quizás, que una sonrisa de ustedes puede hacerme feliz toda la semana. Por enseñarme que no quiero crecer nunca, pero que como es algo inevitable, al menos no pierda jamás ese espíritu. Y para que sepan que no podré obligarles el camino a seguir, pero sí podré acompañarles y simplemente enseñarles lo que yo aprendí. Las decisiones serán de ustedes, buenas o malas, pero donde sea que vayan, mis manos los ayudarán a levantarse de cada caída. Hagan lo que hagan.

Por cierto, el soundtrack ideal para este momento. 
Amaral, por esta canción es que te quiero.




domingo, 23 de noviembre de 2014

El síndrome de anti-Cenicienta




No encontré una banda sonora adecuada para iniciar este post. Ese soundtrack ideal para poner los puntos a una sociedad machista que se empecina en que toda mujer soltera (comprometida o no) obtenga marido, como si con eso se completara la otra mitad de la que tanto nos hablan los cuentos de hadas que nos leían en la infancia.

Pero resulta que todo era una falacia. Desde chicas consumimos historias de amor con finales felices como perdices, que resultan ya un copyright de todas las mujeres soñar con lo mismo. Pero la realidad es que ni somos cenicientas, ni los príncipes azules existen. Primero que nada, amigas, les recomiendo que sean conscientes de que las opciones para conseguir pareja incluyen un mar de sapos por cada uno de los mal llamados “príncipes”.



Hoy voy a hablar sobre los sentimientos encontrados que me inundan sobre esto de estar soltera -y sin hijos- a los veinte y tantos.

Nuestra sociedad está tan obsesionada con hablar de las relaciones, de sus altos y bajos, de sus comienzos y finales, como si fueran lo más importante del mundo. Como si nacer, crecer, reproducirse y morir fueran los motivos de nuestra existencia. ¿Y dónde queda el vivir?

Cuando la gente me pregunta cuánto tiempo llevo de novia, me miran sorprendidos ante mi respuesta de más de cuatro años, asumiendo directamente mi rol de comprometida: “Ya es hora de casarte”. Intento hacer memoria de las veces que me dijeron: “¿Cuándo vamos a tomar la sopa?”. Pero es imposible. Incluso, me sigo sorprendiendo cuando alguien me hace esta pregunta tan fastidiosa. Pero la gente la hace. ¿Y qué se supone que debo responder para sonar diplomática?

No hubo un momento específico en mi vida en que haya llegado al límite y tampoco nunca dije que el matrimonio no era para mí. O bueno, alguna vez recuerdo haber estallado en crisis diciendo que no iba a casarme nunca. Pero lo cierto es que ahora no pienso ni remotamente en ello. Veo a amigas que se casan, tienen hijos, agrandan sus familias y me da un poco de ‘cosa’ imaginarme a mí en esos roles. No es algo a lo que aspire. No es que sienta que mi plenitud como mujer se basa en eso. En realidad, ni tan siquiera es que haya decidido rotundamente que el matrimonio no fuera para mí. 

Tampoco es a causa de antecedentes como que me haya abandonado algún novio -cosa que nunca pasó- o que mis padres se hayan separado después de 25 años de casados -cuando yo solo era una adolescente conflictiva-. De hecho, tengo ejemplos de sobra para creer que el amor puede ser verdadero y perdurar. Mis hermanos se casaron después de largos años de noviazgos y siguen hasta hoy. Mis abuelos estuvieron casados por 42 años hasta que la muerte de mi abuela los separó. Ejemplos, me sobran.

Mis amigos y mi familia siempre me cargan con que alguna vez me va a llegar ese momento e incluso muchos cuestionan mi relación diciéndome: “¿Cuatro años y medio de novia y no te ves casada con él? No lo amás, no lo querés, ¿te lo planteaste?”. Y honestamente, siempre lo hago y siempre llego a la misma conclusión. Y realmente, lo que suena como una linda tradición para la mayoría, para mí es como una trampa y una tendencia que comenzó hace tiempo con la intención de fortalecer relaciones. Cuando en realidad, mi opinión radica en que no se necesitan papeles firmados para hacer constar mi compromiso con la otra persona. ¿O acaso ustedes firman un convenio para apoyar a los amigos y celebrar un 30 de julio?

Tampoco es que no sea romántica. Claramente me emocionan las millones de manifestaciones artísticas que expresan amor, desde libros, poemas, canciones, historias y hasta el subgénero literario completo sobre este tema. Aunque no lo crean, me afectan las rupturas de mis amigos con sus parejas. Hasta el día de hoy, sigo llorando con la muerte de Jack en Titanic. Llegué a odiar a Summer Finn cuando hacía sufrir de amor a Tom Hansen en 500 días con ella. Y hasta fantaseé con el encuentro amoroso de Kat Stratford y Patrick Verona en Las 10 cosas que odio de ti. Incluso hasta ahora, hay veces que me siguen haciendo ilusión las historias de amor de mis series preferidas de la adolescencia.

Así que no es que nunca haya soñado con ese día tan especial. Es más, tengo un álbum de bodas completamente organizado en Pinterest y sé que quiero un anillo de compromiso pequeño con forma de infinito. Un vestido hawaiano de bambula, holgado y con tirantes, en color crema –porque odio el blanco-. Sé que quiero flores en el pelo y que abunden los girasoles. Y como no quiero una boda convencional, mi fantasía es casarme descalza y caminar por la arena blanca al altar, que no quiero que sea precisamente una Iglesia. Y si es posible, que Areguá sea el escenario.

Sin embargo, toda esta descripción no refleja mi deseo de estar casada y atada realmente a alguien. Me encantan las cosas bellas y pienso que un matrimonio debe ser la unión de todas las cosas bellas que uno puede imaginar. Pero aún así, tampoco nombro ni pienso en el esposo perfecto.

Cuando les cuento mis pensamientos a las personas, sean éstas amigos, mamá, papá, hermanos y cuñadas, siempre recibo la misma respuesta: “Alguna vez vas a conocer a la persona correcta y vas a cambiar de parecer. A todos nos llega”. Claro, en una sociedad machista es normal que los hombres se sientan así con respecto al matrimonio, pero que la mujer lo haga, no es ‘normal’, o mejor dicho, ‘no está socialmente aceptado’.

La última respuesta que di ante el planteamiento fue hace poco en el casamiento de una amiga. Y es que no sé si quiera casarme alguna vez o es que solamente ahora, a corto plazo, no lo quiero hacer porque pienso que todavía tengo mucho camino por recorrer antes de tomar semejante decisión de anteponer a otras personas por delante de mí. 


Quiero seguir trabajando, ahorrar, viajar, disfrutar del silencio, dormir tarde, dormir hasta tarde, no tener horarios, no tener que rendirle cuentas a nadie, independizarme, no pedir permiso a nadie, trasnochar, improvisar sobre la marcha, alguna vez llegar a trabajar como si no necesitara dinero y sobre todo, descubrir quién soy. Nadie me dice “ah, qué interesante” o “contáme algo más sobre tus planes”. Y aunque no quieran saberlo, les digo. Quiero seguir estudiando, hacer un postgrado o un máster en comunicación en el exterior, inscribirme a un curso de cocina -sí, a los 25 pillé que me gusta cocinar-, conectarme conmigo misma a través del yoga, seguir asistiendo a terapia, continuar con mi afición a la fotografía, gastar las energías que quedan después del trabajo trotando en la ciclovía todas las mañanas o tardes, mudarme a vivir sola, ser voluntaria en alguna organización dedicada a niños, ser activista social (pro ambiente y pro vida animal), adoptar muchos perros, retomar alguna vez mi frustrada carrera musical, ser escritora, emprender mi propio proyecto, dirigir mi propio espacio artístico, ser la tía malcriadora de los sobrinos que tengo y que vayan a venir, y sobre todo, lo que es un gran impedimento al afán ese que tiene todo el mundo de casarme, de cumplir un sueño que tengo desde los 15 años: cargarme la mochila al hombro e ir de mochilera por el mundo.

Sí, ríanse. Pero cuando lo consiga hacer, mientras yo esté en otro continente logrando una de mis hazañas o comiendo comida tailandesa, todos esos amigos que optaron por la vida familiar estarán criando y afianzando sus roles de esposos, esposas, madres y padres de familia. Y no me parece mal. Considero que el matrimonio es un acto de valentía. Sí, como lo leyeron. Animarse a reafirmar el compromiso con alguien ‘hasta que la muerte los separe’ es una revolución contra la poligamia y la monotonía de hoy en día. Y me saco el sombrero ante el gesto.

Pero no es yo que no crea en el amor ni en el compromiso. Sí, creo. Y les aseguro que más intensamente que muchos familieros. Pero creo en un compromiso hecho por dos personas en lo más profundo de sus corazones. Estoy convencida de que unos papeles firmados, unos testigos y una fiesta costosa no van a hacer que alguien se quede para siempre.

Me da miedo pensar que una pareja deba crecer y cambiar junta, sin separarse. Me gusta pensar que nunca nadie termina de crecer mental y emocionalmente. Y justamente esa incertidumbre al mismo tiempo me aterra.

En los conflictos matrimoniales, las parejas asisten a terapias y renuevan su amor constantemente. Pero a veces resulta necesario irse solo y alejarse temporalmente para renovarse. Siendo que es natural terminar una relación, las complejidades del divorcio te podrían llevar a creer que siempre vale la pena quedarse peleando una batalla perdida, impidiendo que los involucrados sigan adelante con sus vidas y descubran verdaderamente su camino.

En realidad, mi visión acerca de las relaciones cambia con cada experiencia que vivo, que escucho, que leo o de la que soy testigo a diario. 

Hace casi cinco años comencé a salir con mi actual novio, mi primer novio ‘serio’, alguien a quien conocí a través de un tour musical, un hombre lo opuesto totalmente a lo que alguna vez soñé y que por cinco meses hizo méritos para que pudiera darle el acceso a mi vida.  Y llegué a estar profunda y ciegamente enamorada. ¿Llegué a verme casada con él? Alguna vez, quizás. Pero ya no. Y no es que no esté enamorada. Es más, me convirtió en una mejor persona, me ayudó a fortalecer mis valores y a recobrar la confianza y seguridad en mí misma, pero no sé si será el hombre de mi vida. Ninguna de estas cosas considero que sean las señales definitivas de que deberíamos comprometer nuestras vidas el uno al otro, que deberíamos elegirnos solo mutuamente. ¿Cómo compruebo esto? ¿Existe una fórmula mágica que me garantice el éxito?

Está bien que el casamiento sea la decisión de muchas parejas para consagrar y perpetuar su amor. Pero yo prefiero verlo como una opción de vida más que como una expectativa a corto, largo o mediano plazo. Así como elegir el restaurante donde comer, el departamento donde vivir, qué perro adoptar y si me quedo o no en casa un sábado a la noche.

A todo esto, todavía no estoy segura de querer casarme alguna vez. Tal vez sí. Tal vez no. Pero tampoco cierro mi mente. Aún así, mi elección de estar soltera se basa en considerarme lo suficientemente valiosa e independiente, como para que alguien más lo certifique. Lo que se requiera para que dos personas quieran elegirse y estar juntas, todavía no me pasó. Y no sé cuándo ocurra y ni siquiera tengo la certeza de que vaya a suceder.

Pero mi elección no tiene que ver con que me sienta egoísta o incompleta. Me siento plena cuando logro mis objetivos. Cuando acepto críticas constructivas que me ayuden a mejorar. Soy feliz cuando hago lo que quiero hacer sin lastimar a nadie. Cuando hago sonreír a las personas. Cuando veo jugueteando felices a mis sobrinos. Cuando veo en calma a mi familia. Cuando comparto con mis amigos. Cuando trabajo en lo que me gusta. Cuando tomo con entusiasmo y humildad cada desafío. Vivo con propósitos, con empatía y sin arrepentimientos. Y el hecho de no poner “casarme y formar una familia” en mi libretita de pendientes no significa que esté yendo en la dirección equivocada o incorrecta.



No existen caminos errados si vamos con amabilidad, pasión y simpatía por la vida. Siento respeto y admiración por todas las madres y padres, esposos y esposas del mundo. Y lo único que pido es ese mismo respeto para quienes decidimos tomar un camino distinto en la búsqueda de la realización y la felicidad.
Me gustan los finales felices, pero mucho más, me gustan los finales reales.


P.D.: Este post necesariamente tenía que ser largo. Me lo debía hace tiempo. Cuando empecé a escribir, las palabras salieron a borbotones de mis dedos. Y además, se lo debía a todas las mujeres solteras que buscan vivir plenas y felices.
P.D. 2: Próximamente se viene un post sobre las muchas historias de amor que tengo en mi memoria y que me hacen recuperar mi fe en el amor y en la humanidad.

martes, 28 de octubre de 2014

Fito Paéz, el poeta del rock


'

Si hay un poeta indiscutible dentro del rock en español, ese es Fito Páez, que a lado de un puñado más de inmortales -entre los que destaca Spinetta-, forma parte de un cancionero inigualable entre los mayores exponentes del género.

Compositor, cantante, pianista y cineasta. Todo eso es Fito, con sus más de 30 años de trayectoria artística llevando su música e importantes mensajes a todos los rincones del mundo. No hay dudas de que es una de las grandes voces del rock en nuestro idioma. Y lo que hizo la noche del sábado en el Yatch y Golf Club no fue más que reafirmarlo.

Luego de 4 años de su última visita a suelo guaraní, el rosarino llegó para presentar su Rock and Roll Revolution. Cantó al amor, al desamor y a las injusticias con mucho rock. Y es que no sería exagerado decir que pocos compositores han dado a la música de la región frases tan célebres y profundas como las de él, o acordes tan enérgicos que inmediatamente nos transportan a experiencias musicales surrealistas. Si hay alguien que supo mejor que nadie reinventarse constantemente, fue él. 

Tengo que admitir que no soy fanática de este artista y que llegué al predio del show más por curiosidad. Puede sonar extremista, pero después de lo que pasó con Cerati -nunca lo vi en vivo- pensaba mucho en que no quería que se muriera Fito sin que yo lo haya visto en vivo alguna vez. En sus varias visitas al país, nunca había podido asistir a sus conciertos por diversos motivos. Así que me mandé y fui consciente de que escucharía a un gran exponente, pero siempre con el temor ese de presenciar su mal carácter, que ya lo había sacado a la luz en un show anterior en el BCP.

En un ambiente totalmente intimista, cómodamente plagada de fanáticos y no fanáticos que asistieron a recordar historias profundas en la voz de este artista que dejó en el escenario mucho más de lo que daban nuestras expectativas, ahí estaba yo.

Entré como para hacer una pasada, cantar unos cuantos hits que siempre quise corear en vivo y salir. Pero una vez que lo vi en escena me quedé. Tanta fue mi sorpresa, que mis pies se pegaron a la arena del campo y mis brazos a la baranda y no había forma de que me sacaran de ahí.

Desde el vamos, el músico salió en escena como dispuesto a comerse a un público que lo idolatraba con tímidos cánticos -no tan masivos como los de Calamaro, pero igual de magistrales que los cánticos a Charly-. Con un pantalón corto de jean y un saco albirrojo, sonaban los primeros acordes potentes de "vos pensás en tu revolución, yo pienso que te falta mucho rock and roll" y sonaba el tema que da nombre a su último disco Rock and Roll Revolution, álbum que homenajea a su gran mentor Charly García, de quien en más de una entrevista dijo que "me devolvió mi identidad cuando yo no sabía quién era".  "Si te dejo en una habitación frente a frente con Charly García, te orinarías y saldrías corriendo, te daría miedo, no lo bancarías", rezaba la canción en la que profesaba la admiración a García y gesto que se repetiría a lo largo de la velada. Y Asunción se convirtió en pura revolución.

Con la siguiente canción era imposible no inspirarse, Fito al piano cantándole a esa Muchacha, en cuyo corazón se ahogó. Yo te amo funcionó como el disparador perfecto para la apertura de una noche que presagiaba mucha emoción. Y los movimientos destartalados del artista nos dejaron entrever el impresionante carisma y buen humor con el que llegó a esta tierra. 

Un enérgico saludo al más puro estilo rock and roll no se hizo esperar: "¡Buenas noches, Asunción, carajo!". Y el público, desde luego, ni corto ni perezoso, estalló en euforia, que no era nada en comparación a lo que estaba por venir.

Acto seguido, expresó que en la vida tiene un único gran amor y que es su hija Margarita, y el momento más conmovedor de la noche llegó cuando interpretó la canción del mismo nombre. 

La velada comenzó a encenderse con una seguidilla de sus eternos hits. "Bienvenidos a esta rueda mágica", expresó, cantó La rueda mágica y fue cobijado por los gritos de los fans que no pararon de cantar y bailar cada una de sus canciones. Y cómo no, una de las canciones más rebeldes decía presente, con la furiosa, brutalmente honesta y revolucionaria Al otro lado del camino, que el auditorio acompañó con fuerza. Luego vino el mayor de sus clásicos que reza la historia de amor de dos jóvenes carenciados de la ciudad de Rosario, que fue coreada con lágrimas y emoción, 11 y 6 era ese poema urbano que fue adaptado musicalmente en el segundo álbum del cantante, allá a mediados de los 80.

La poderosa La mejor solución, también de Rock and Roll Revolution, sonaba en los decididos acordes de una banda que se complementaba al cantante y compositor logrando una simetría perfecta.

Con Tumbas de gloria, Fito llevó a los presentes al apogeo total, un éxtasis desmedido de entusiasmo se apoderó del Yatch, funcionando como antesala a un mix que merece ser recordada con la coreada Y dale alegría a mi corazón, She's Mine, Tus regalos deberían llegar y una hermosa versión de Cadáver exquisito, al piano.

Si de eternos éxitos hablamos, "no sé si eras un ángel o un rubí" cantaba con Un vestido y un amor, un tema histórico que no podía faltar.

El músico invitó a su público a levantarse para bailar al son de la psicodélica Circo Beat. El clímax total alcanzó con El amor después del amor, canción que da nombre al disco de rock argentino más vendido de la historia y de más está decir, el más exitoso de su carrera. La declaración de amor del rosarino, plasmada en esas letras 22 años atrás.

Una versión de Loco, tema original de Charly García, volvía descomunal a todos los asistentes que no se escatimaron en pogos. Y que funcionó como nexo ideal para, una vez más, homenajear a Charly por su cumpleaños número 63, que fue un día antes.

También sonó La canción de Sybil Vane en una velada de anécdotas entre las cuales Fito explicó inspirarse en el libro El retrato de Dorian Grey y en un episodio que habla de la estupidez de los hombres.

Una noche en que Fito rompió paradigmas y contra todo pronóstico se mostró afable y conversador con la audiencia hablando del calor en la ciudad, de la cerveza y del regreso después de tanto tiempo: "Hace mucho que no veníamos, así que vamos a hacer un concierto largo", prometió. Y sí que cumplió. Pudo conjugar a la perfección lo más nuevo de su repertorio con los clásicos que los fans siempre quieren oír. 

En medio de ovaciones y aplausos interminables, empezaba a sonar Naturaleza sangre, un pequeño adelanto, solamente como un presagio de lo que estaba por venir. Era inevitable, el momento romántico y melancólico tenía que ser. Fito pidió a su público encender sus celulares y crear una lluvia de estrellas con ellos mientras cantaba Brillante sobre el mic. Siguiendo al piano y con un sonido un poco más oscuro, como es costumbre para lo que estaba por sonar, se escuchaba Ciudad de pobres corazones, que da nombre al disco que lanzó en los 80 a modo de protesta al enterarse del asesinato de sus abuelas en Rosario, un álbum violento, con letras cargadas de impotencia y furia, como lo refleja este tema. 

Como anunciando el final de una velada inolvidable, con un cambio de vestuario, ahora de jeans y camisilla que empezó a revolotear mientras sonaba A rodar mi vida, logró sacudir a las miles de almas que se congregaron ilusionadas en el Yatch.

Era inminente. A duras penas, la despedida tenía que llegar. Y antes de abandonar el escenario por primera vez, agradecía a Paraguay por acompañarlo en tantos años de carrera. Y se fue.

Su partida no duró mucho, porque entre gritos de "Olé, olé, olé...", Fito volvió con otro cambio de ropa y acompañado por su banda. Él, de impecable traje blanco, regresó para complacer a sus fanáticos con Dar es dar, una canción sencilla y solidaria. Para luego crear una verdadera fiesta con todos los asistentes al son de su más grande himno, música de pogo y grandes estadios, una frenética y más que poderosa Mariposa teknicolor, la canción más exitosa de los 90, su marca registrada por excelencia. Para finalmente sellar una velada mágica con El diablo de tu corazón, una simple pero linda joyita de Rey Sol, álbum editado en el año 2000.

Y así se despedía el cantautor argentino que supo cómo ofrecer un espectáculo y hacer vibrar a sus fans con su música, sus pantalones de cuero, sus lentes oscuros, sus brincos en el escenario y tocando a la perfección la guitarra y el piano, siempre sonriente y agradecido, como para transportarnos a un mundo imaginario con más de 22 canciones que nunca, jamás serán suficientes.

Lleno de aplausos y ovaciones, producto de una noche que sus fanáticos difícilmente olvidarán y que con seguridad quedará en el inconsciente colectivo de los presentes, se despedía una estrella a la que no le gustan las etiquetas, que no se considera un rockstar y que demostró ser un Artista. Sí, con mayúscula.

Entre éxitos y nostalgia, Fito Páez me sorprendía más a cada minuto de show.

Y sí, con él solamente hay dos posibilidades: o lo catalogás como un genio o lo considerás un artista más, con un par de canciones exitosas. Mientras 30 años de trayectoria y una veintena de discos no son suficientes para algunos, otros lo consideran un monstruo del rock argentino. Y es justamente esa ambivalencia la que caracteriza a Rodolfo Fito Páez, que con su música es capaz de llevarnos a un estado de éxtasis total, como lo demostrado el sábado a la noche.

Ojalá te veamos volver pronto, Fito. Amén.


Fotografía: José Vega, de Acusado!

jueves, 12 de junio de 2014

Tutti futti de amores



Hay amores que no deberían terminar nunca. Y de hecho, creo que los hay. El infinito es atributo del mar y de los vientos, no de la mayoría de los humanos, pero sí de ciertos sentimientos. Los idealistas hablan del amor eterno, los más escépticos lo desmienten y reniegan del amor para toda la vida.

Hace un tiempo conocí a alguien que me hizo replantearme estas cuestiones. No porque me hubiera enamorado repentinamente o estuviera perdiendo una porción de lucidez, sino porque encontré el amor. Fue impensado, como suele ocurrir y me conquistó por su belleza natural, su feroz mirada, su inocencia y por los colores que me regala cada vez que le veo.

Un amor que impacta desde el primer minuto, que estremece, hace palpitar, y hace eco por el resto de los días. Un sentimiento que me acompaña en la cotidianeidad y que se nutre día a día hasta hacerse infinito. Es como un terremoto, nadie puede partirlo en dos mitades. Un amor que no molesta, no inquieta, y va madurando. Un amor desenfadado que me despabila, me distrae, me conquista. Que hace que mi felicidad quepa en una sonrisa y en unos bracitos desconocidos. Que me inquieta y me llena de preguntas.



El día que me enteré que iba a ser tía po primera vez, entendí el significado de la frase "no cabe en mí tanta felicidad". Es algo indescriptible. Y esperar... Esa fue la más larga de todas las esperas. Hasta que un día y de golpe, llegó. Y no podía borrar la sonrisa de mi cara. Cuando supe de su existencia habrá tenido como casi tres meses de vida en la panza de su mamá. Esperé muchos años por ese momento, quizás en parte porque estaba acostumbrada a ser la más chica de mi familia y quería empezar a sentir la sensación que causa tener que ocuparse de alguien más.

Al principio quizás no supe cómo reaccionar, porque estaba tan asustada como los padres. Aún veía al papá (mi hermano) como un berrinchudo, con el que podíamos pasar horas peleando por macanas y al minuto siguiente sentarnos por más horas todavía, hablando de la vida. No tuve un hermano menor, y tener a mi primer sobrino me hacía sentir algo de miedo, no por sentirme desplazada, sino porque estaba segura de los propios miedos de mi hermano, los que supongo les entra a cualquier padre primerizo: miedo a no ser el padre que uno desea para el hijo. 

Hace unos días nació mi segunda sobrina. Y esta vez no tuve el valor de aguantarme las lágrimas. Fue una mezcla de emoción, nervios y sentimientos encontrados. La emoción fue más grande que el afán de esconder el llanto de ver nacer una nueva vida ante tus ojos, tan chiquita y pura que te hace sentir tan grande y poderosa como para defenderla de lo que venga.



De golpe llegan a tu vida dos personitas nuevas para iluminar la familia. Y ver a tus hermanos tan orgullosos y felices hace que esa alegría se contagie. Era tía. Pero en realidad era algo que iba mucho más allá del título que estrenaba por esos días. Caer en la cuenta de que esos pequeños eran la confirmación de que habíamos dejado de ser chicos, porque llegaba una nueva generación. Ya somos grandes. Y ver a esos chiquitos como prolongaciones de ellos y a la vez como unos seres totalmente distintos es un golpe fuerte.

Y ahora a lo que voy. 

Muchos me vienen diciendo que ahora solo falto yo. ¿Para qué falto yo? ¿Para procrear? Honestamente, a veces creo que no voy a tener hijos. No me veo como madre, ni remotamente y no quiero ver cómo mis hijos crecen y me juzgan por lo mal que lo hice como mamá. Otras veces, sin embargo, llego a la simple conclusión de que todos mis planes son incompatibles con la maternidad. Me gustan los niños, quizás porque de chica cuando leí uno de mis libros preferidos ("El Principito"), me di cuenta de que no quería crecer y perder mi espíritu. Pero lo mío está lejos del instinto maternal. Pude discernir de esa sensación para darme cuenta de que me gusta jugar con ellos, sabiendo que siempre podrán retornar con su madre. Mis sobrinos son lo mejor que hay. 

Mis hermanos le han dado a mis papás la alegría de ser abuelos con nueve meses de diferencia, y a mí me dieron la dicha de poder disfrutar de ellos sin la necesidad de formalizar nada. Ser tía es la fórmula perfecta para correr por todos lados, malcriar y jugar hasta el cansancio y poder retornar a casa, donde no hay juguetes ni bebés llorando en la madrugada, ni pequeños demandándome tiempo. 

Por otro lado, soy pésima para dejar que la gente dependa de mí, de mis horarios, de mis actividades y de mi tiempo. Todavía me cuesta ser consciente de que en casa hay alguien esperando por mí (mamá) e inclusive se me hace extraño saber que Greta, una mestiza caniche y maltés, depende de mi persona para alimentarse, bañarse, jugar a la pelota y hasta dormir conmigo cuando hace frío. Soy muy estructurada en muchas cosas, pero no precisamente con mis tiempos. Inconscientemente, le veo divertido al hecho de improvisar sobre la marcha.

Amo ser tía. ¿Cómo no adorarlos cuando te sonríen y te brindan amor sin conocerte siquiera? Y lo mejor es que cuando la fiesta termine, después de reír y disfrutar de sus alegrías y pataleos, siempre podré volver a a mi casa para disfrutar del silencio y la calma de la no maternidad.



Desde que supe de la existencia de mi primer sobrino, supe que su recuerdo acapararía mi mente a cada hora. Y ahora que tengo dos, el atardecer se hace más intenso cuando acomodo el escritorio de la oficina contando los minutos para verlos. Y estoy segura que en un futuro no tan lejano odiarán, como yo en una época de mi vida, tener que escuchar "Yo a tu edad..." para argumentar cualquier negación o desacuerdo. También sé que no van a ser indiferentes a la sugerencia, aunque no tengan ni la más remota idea de lo que los "grandes" queremos decir con esa frase.

A lo mejor no podré llevarles a Disneylandia ni regalarles un castillo de juguetes. Solamente fortaleceré mi espíritu para acompañarles donde sea que vayan, darles la mano cuando la necesiten y cuando no, festejar sus alegrías, escuchar sus penas y desamores. Prometo ayudarles a comprender y a digerir las frustraciones, enseñarles a amar a los animales, a celebrar la vida y a festejar los cumpleaños.



Queda claro que el amor de larga duración es más probable que el eterno. Pero que uno siempre termina sorprendiéndose de lo mucho que un ser tan chiquito puede generar en una persona. Quisiera ser quien por primera vez les acompañe a leer las primeras páginas de "El Principito", para que sepan descubrir la esencia de la niñez y que puedan domesticar a los adultos y enseñarnos el gran sentido de la vida.

No sé si seré una tía ejemplar. No podré caminar a lado de ellos todo el tiempo, para eso están los padres. Lo único que puedo hacer es seguirlos de cerca, para actuar de soporte si alguna vez faltasen manos para levantarlos. Acompañarlos, solo para que sepan que alguna vez también los adultos fuimos y sentimos como ellos. Y ayudarlos para que nunca me olvide que alguna vez también fui niña.




lunes, 5 de mayo de 2014

Metamorfosis




Metamorfosis.
Para la RAE es la "transformación de algo en otra cosa. Mudanza que hace alguien o algo de un estado a otro, como de la avaricia a la liberalidad o de la pobreza a la riqueza".
Para wikipedia la Tansformación-Metamorfosis es un "proceso por el cual un objeto o entidad cambia de forma. Cambio irreversible".
Si hablamos de las mariposas, la definición de metamorfosis se refiere "al conjunto de transformaciones externas e internas que sufre el insecto durante el ciclo comprendido entre el huevo y el estado adulto".
Y para los menos científicos, metamorfosis "deriva de un vocablo griego que significa transformación, haciendo referencia a la mutación, la evolución o el cambio de una cosa que se convierte en otra diferente".

Es tan difícil saber si estamos en el camino correcto para dejar de ser larvas y finalmente convertirnos en mariposas…


Existe un momento de nuestra vida en el que, queramos o no, nos damos cuenta que dejamos el estado de gérmenes y que estamos entrando a la vida adulta. Sí, a esa misma vida que muchas veces nos mira desde el mural y que acostumbra ponernos en situaciones curiosas y lugares inesperados.

Ese momento en que crecer se vuelve irremediable y que implica aprender a decir adiós a ciertas situaciones, cosas y personas. Resignarse y desprenderse de sueños y milagros, y aún así mantener la fe.

Y así llega ese momento en que entramos en medio de ese proceso de toma de consciencia para pillar que nuestra metamorfosis no fue lo rápida que hubiéramos deseado y que perdimos tiempo relajados en forma de gusanos, temiendo que alguna vez llegaríamos a convertirnos en mariposa.

La metamorfosis puede ser cruel y agónica. Dejarnos en el medio con una brecha de emociones reacia a aceptar alas prefabricadas, besos a medias y colores sombríos.

Y se vuelve difícil confiar en uno mismo siendo un gusano. Y solo queda comprender que para que éste pueda volar, debe comenzar a pensar como mariposa. Es decir, para llegar a ser la persona que uno desea, debe creer que puede y empezar a transitar el camino que lo lleve a ese lugar o que al menos lo acerque a la parada más cercana.

Muchas veces las cosas no van en la dirección que uno se propuso tiempo atrás. Y surgen acontecimientos que nos marcan a fuego lento modificando por completo nuestro ser, llegando a ese punto de inflexión que marca un antes y un después en la vida, haciéndonos sentir que hasta ese momento éramos alguien y al instante siguiente somos uno distinto.



Nadie dijo que el recorrido sería fácil, o si no no tendría mucho sentido. Y de repente el ritual cotidiano nos embarca dejándonos de pie frente a la rutina y empezamos a andar por inercia. Otras, sin embargo, la rutina nos comienza a pesar y nos detenemos a pensar: ¿Este es el peso que quiero cargar? Un trabajo que no nos genera placer, un novio que no queremos tener, una relación que ya no nos llena, una palabra atorada en la garganta, un perdón necesitando salir, una vocación pidiendo a gritos una oportunidad, un cambio demorado, una pasión tardía…

Probablemente el tiempo de mutar esté cerca y empezamos a elegir los colores para nuestras alas. Al principio sentimos temor, pero al final del proceso la metamorfosis nos permite modificarnos, reinventarnos y ampliar nuestros propios límites.

Cada frase representa una nueva pregunta y una nueva búsqueda que no nos garantiza nada, pero que nos mantiene esperanzados. Nos cuestionamos distintas cosas a los veinte que los treinta ya olvidamos, nos cuestionamos cosas a los cuarenta que a los cincuenta ya ni nos importa. Pero siempre existe una incertidumbre: ¿Qué quiero ahora?




Se instala esa duda y germina en nuestro interior. Palpita, late, se acelera y cobra vida. Y de repente, una mañana cualquiera nos sacude frente a una taza de café. Y así, a fuerza de ensayo y error llegamos a descubrir cuál es el motor que mueve nuestras vidas. Aunque algunos lo pillan mucho antes que otros.

A veces es probable confundir creyendo que llegamos a ese punto en el que convergen el ayer y el mañana, lo que fuimos y lo que seremos. Y otros capaz andemos toda una vida por el camino equivocado hasta que de repente y sin querer queriendo acertamos y damos en el ojo con ese tan ansiado click que veníamos buscando.

Quizás existe un futuro incierto que se vincula directamente con el ayer. Como por ejemplo, hoy queremos largar todo, colgarnos la mochila al hombro y recorrer el mundo en una kombi amoblada Peace&Love, con los pesos justos que nos permitan llegar a un lugar para empezar a vivir, propiamente dicho. A fin de cuentas, en la necesidad uno encuentra la creatividad de hacer y la urgencia de supervivencia.

Pero al día siguiente vuelven a saltar esas ganas de retomar la rutinaria vida, ir al laburo de siempre, odiar los lunes y amar los viernes, empezar algún curso de idiomas, continuar con el posgrado y el gimnasio.

Por un minuto soñamos ser rockstars, al minuto siguiente queremos volar…

La metamorfosis no es otra cosa que un constante proceso de mudanza interior, que se debate constantemente entre el ayer, el hoy y el mañana. Pasado, presente y futuro. Yin y yan. Alfa y omega.

La transformación no suele ser rápida. No como un parpadeo, como el aleteo de una mariposa o como una estrella fugaz. Pero su huella es eterna como el horizonte, como el tiempo y como la muerte.

Cuando nos transformamos es el momento de compartir los colores y la alegría de nuestra creación con el mundo.

Siento que mi metamorfosis hoy sigue siendo una sucesión de puntos suspensivos… ¿Y el tuyo?


Rock nacional para acompañar el momento divague del mes. Mariposa, vuela libre hermosa, vuela de este sucio lugar. Más claro, agua.