miércoles, 31 de diciembre de 2014

Dejar ir



Se va el año y esperé con ansias el momento para escribir mi tradicional balance. Irremediablemente esta época del año me invita a hacer un equilibrio para revisar lo que viví, lo que corrí, para seguir construyendo e intentar ser mejor persona.

Muchos se burlan o toman con ironía el hecho de hacer uno, pero para mí es la mejor manera que encuentro de exteriorizar lo aprendido a lo largo de 365 días y que no solo queden de manera aislada en un rincón de mi memoria. Además, los compromisos de año nuevo quedan pactados con testigos que están en línea siguiendo este blog.

El fin de año, inconscientemente, me obliga a repasar lo vivido. Es un pacto tácito que tenemos la vida, el tiempo y yo.

En este recuento exprimo a mi memoria y reviso todos los detalles de mi existencia. Me hago preguntas con la esperanza de encontrar muchas más respuestas y de paso confirmo que hay cuestiones y dudas que aún siguen siendo -y quizás lo serán siempre- un espacio en blanco, seguida por puntos suspensivos, como una hendidura y una grieta en mi espíritu nómada que intento restaurar a menudo -aunque sin éxito- y que se volvió en una mala costumbre. 

Tal vez no es tan malo después de todo. Honestamente, me hace sentir importante el saber esa capacidad mía de cuestionar el mundo y todo lo que me rodea, incluyéndome a mí. Pero... ¿cómo evitarlo? ¿Quién era yo hace un año? ¿Quién era antes de este año que viví corriendo? ¿Quién era yo antes de calzarme las zapatillas o los championes y salir a la calle a enfrentar los nuevos cambios que traen consigo un nuevo año o ciclo?

Me tomó vintiséis años llegar a este punto. Un punto que poco a poco se va pareciendo a lo que alguna vez soñé. Aunque me hubiera gustado que sucediera antes, tampoco me disgusta que pase ahora. En el camino, es cierto, se llegaron a marchitar ideales y verdades que creí absolutas. Guardé en un cajón cartas de amor y de amistad, junto a fotografías desteñidas y recuerdos en sepia. 

En estos trescientos sesenta y cinco días tuve experiencias que preferí olvidar y otras que me gustaría no olvidar jamás. Pero finalmete, este post va a ser positivo. Porque sobre todo, fue un año de aprendizajes. Un año que dejé ir oportunidades, viéndolas perderse en el recuerdo, como un globo. Y todo para apostar a un sueño pospuesto, como una materia pendiente (sí, sobre todo laboralmente).

El primer gran cambio fue justo y sumamente necesario. Cambio de aires, de ambiente, de equipo. Cambio de trabajo. Una asignatura en deuda conmigo misma y por la cual rechacé otras propuestas para aferrarme aún más a mi vocación de periodista (aclaro, por si quede la duda). Aprendí que lo único constante es el cambio y a veces suele ser algo irremediable. Que no me hallo puede ser un motivo más que suficiente para irme de un sitio y encarar otro desafío. Conocí gente que me ayudó de una forma inesperada. Que terminó siendo parte elemental de un año cargado de buena onda, positivismo, emociones, momentos compartidos y madurez.

Después de mucho tiempo puedo decir que mi trabajo me hace inmensamente feliz. Vivir de la palabra escrita y que te reconozcan por ello, es lo que más dignifica tu trabajo y tu persona. Y sobre todo te motiva a seguir, a crecer, a tirar para adelante, a estar siempre dispuesto a remar. Conlleva muchas más dificultades, muchos más desafíos y mucho más compromiso, pero nada es comparable al hecho de plasmar sentimientos, pensamientos, ideales e historias que de una u otra forma también marcan tu vida.

No puedo decir que todo fue color de rosas, tuve mis bajas. Pero soy una convencida de que si sentís que estás donde querés estar, las bajas pasan a ser parte de una lección constante, para crecer, madurar, aprender... Y finalmente, ser mejor.

Personalmente, el panorama no fue distinto. Mi humor cambió, mi estado de ánimo mejoró, las ganas de perseguir mi viejo sueño que ya se estaba durmiendo en algún estante viejo de mi trabajo anterior, afloraron con más fuerza que nunca. Y quizás volver a hacer terapia me ayudó. Cuando mi psicóloga me pidió que escribiera una frase que defina mi vida, al recordar las palabras de mi papá cuando le dije que quería ser Periodista y me respondió: "Te vas a morir de hambre", inmediatamente me inspiró a escribir la frase: "Todo es posible". Si algo me enseñó este año, es juestamente eso, que todo es posible. Trabajé, me esmeré por llegar a donde estoy ahora, que no me quedan dudas que todo es posible.

Y hablando de mi papá, de alguna manera, este año me permitió acercarme más a él, saber que tenemos muchas más cosas en común de las que creía tener. Como que dormimos de la misma forma -abrazados a una almohada-, o que tenemos la misma manía por el maní y el queso. Pero que también tenemos diferencias abismales en cuanto a ideologías y pensamientos. Pero me quedo con lo lindo, de saber que aún en la distancia, hay cosas mucho más fuertes que nos unen. Como mi idea de alguna vez ser tan grande como él. -Por cierto, pasé Navidad sola con él. Y lejos de pasarla mal, fue una de las mejores Navidades de los últimos años-.

Lo más importante de este año es que vislumbré una luz y una tenue brisa caló profundamente en mí al ver el par de ojitos de mi segunda sobrina. ¡Sí que fue un hermoso año! Tan lindo, que lo voy a atesorar como algo invaluable. Definí mi vocación de ser tía, de estar dispuesta a dar la vida por alguien más, de querer defender mis ideales a capa y espada, de no darme por vencida nunca. Y muchos otros valores que una nueva vida puede aflorar.

Vi muchas películas que marcaron mi año, pero La vida secreta de Walter Mitty afianzó mi ideal de seguir soñando. "En la vida hay que tener valor y afrontar lo desconocido", "Un recordatorio de que los sueños están para ser cumplidos" o finalmente "Ver el mundo, afrontar peligros, traspasar muros, acercarse a los demás, encontrarse y vivir. Ese es el propósito de la vida". Pillé que no está mal soñar despierto todo el tiempo. Me lo demostró Walter Mitty.

Musicalmente hablando, tampoco me puedo quejar. La música siempre te acerca a la gente, nunca te aleja. Me pasó con Coldplay, cinco años atrás. Amigos que un concierto musical unió, y que no lo separó nadie más, hasta ahora. Este año vi shows que siempre te dejan un sabor a insuficiencia -Los Piojos, Jarabe de Palo, Jack Johnson, Fito Paéz y muchos más-. Pero finalmente, lo más lindo de esos conciertos, siempre resultaron ser la compañía que en cada uno de ellos me acompañó para cantar, gritar, bailar, saltar, emocionarme y hacer el pogo masivo que nunca puede faltar. La música también me acompañó en cada momento de mi vida y afianzó relaciones con personas que hoy forman parte de una lista de seres intrañables en mi historia.

Existen muchas cábalas de año nuevo, como dar una vuelta a la manzana a la medianoche, con una valija en mano, para viajar más. O comer doce uvas. O vestir ropa blanca. Pero también dicen que si empezás el año viajando, vas a tener un año movido, ajetreado y con muchas aventuras. Yo las tuve. Los primeros días de enero y el paseo a Corrientes anticipaba un año con muchos más paseos, viajecitos cortos, recorridos y aventuras con amigos. 

Me entregué más a las horas y al tiempo, para finalmente sorprenderme con más momentos felices. Llegaron afectos nuevos, que espero hayan llegado para quedarse. Transité el año con más alegría y entusiasmo. Hice las paces con algunos enemigos como las dudas, los miedos, las confusiones, las soledades y el año que viene espero hacer las paces con el malhumor. Apendí a guardar cada momento en un frasquito -y no solo en la pantalla del celular-, para abrirlo cada vez que me sentía sola y así prolongar mis momentos de felicidad. Mi panza se llenó de carcajadas y mi imaginación no paró de crear.

Pero por sobre todo, este año dejé ir muchas cosas a las que no extraño, porque me fui desterrando de cosas negativas y corrosivas que solo afectaban mi bienestar y mi paz interior. Este año busqué, desesperadamente, resaltar más las virtudes y opacar más las miserias. Tomé un rumbo opuesto y elegí el lugar donde quiero estar, con las manos medio vacías o medio llenas, ¿qué importa? También con un manojo de dudas en el bolsillo, pero finalmente se trata de ir tras un sueño y dar un paso a la vez. Así que lo demás, poco y nada importa.

Y más que nunca, aprendí a creer en los finales felices.

El próximo año, que ya está por llegar, anhelo los mismos deseos de años anteriores. Seguir buscando más momentos de felicidad. Deseo poder ser más espontánea y dejarme llevar más por mis instintos que por los cálculos monetarios y matemáticos y desterrar el miedo y las dudas de una buena vez. Deseo enfocar mi energía en personas que de verdad lo necesiten y así devolver parte de todo lo bueno que la vida me regala todos los días.

Este año brindo por mi familia, sobre todo por mi abuelo, que celebró sus 83 años. Celebro la dicha de seguir teniéndolo entre nosotros. Brindo por mis amigos y mis compañeros que son pieza clave en mi crecimiento. Brindo por mis sobrinos, por hacerme ver todos los días que la felicidad plena no existe, que son pedacitos de momentos compartidos con las personas ideales. Que ser niños es la mejor etapa de la vida, porque es posible medir la alegría en paquetes de caramelos, en vueltas en calesita, en sube y baja y en hamacarse por los aires. 

En esta época es cuando más tomo consciencia de todo lo que hice y lo que no, de lo que aprendí, disfruté, compartí... Solo para darme cuenta de que un año más pasó volando. Busqué, soñé, cambié y justamente de todas esas búsquedas, sueños y cambios es de lo que estuvo hecho este 2014. Y en cada una de ellas, tuve presente a mi abuela. Porque nunca hay que olvidarse de dónde venís, para poder enfocarte a donde sea que vayas.

Me despido de este año con una mirada cómplice y una sonrisa. ¿Fue el mejor? No sé. Decir que fue el mejor sería limitarme a que el 2015 no lo sea. En realidad, si hay algo que se me grabó, es que cada año tengo que buscar que sea mejor que el anterior. 

Se va otro año y sin embargo se mantienen intacto en mí los deseos de vivir de acuerdo a mis pasiones y principios, a seguir sumando pequeños triunfos para cumplir grandes sueños. Pero por supuesto que en el camino también voy a ir disfrutando, como hasta ahora. Quizás haya elegido un camino duro, pero a veces pienso que esta carrera me eligió a mí, porque siento que esta puede ser mi forma de acercarme a la gente, de aportar mi grano de arena a este pedazo del mundo. Y en este camino, reconozco, me voy cruzando con gente tran grande y especial que me hace crecer y mejorar un poco más todos los días, que con su apoyo generan en mí las mejores sensaciones. 

Se va el 2014, dejándome un montón de cosas que no se comparan ni con un camión repleto de oro -al más puro estilo de la película La estafa maestra-. Con la diferencia de que el acceso a la caja fuerte está en mí misma, en mis ganas de seguir caminando y aprendiendo.

Con todo esto, lo que más deseo es que el año que viene, venga acompañado de mayor bondad para compartir más y mayor sabiduría para consumir menos. Y desde luego, la infinita capacidad de seguir soñando.

Finalmente, la felicidad cabe en galletitas tipi remojadas en un vaso de Toddy... ¡Claro que sí!

¡Feliz, feliz, feliz 2015!


Y vuelvo a compartir esta canción en un post -por segunda vez este año-, simplemente por dos razones: una, que me gusta y dos, los voy a ir a ver en vivo dentro de poquito, en lo que implicará la primera pequeña aventura del nuevo año. ¡Salú!

lunes, 15 de diciembre de 2014

El testamento de los 25



A pocas horas de cumplir 26 años es momento de hacer una confesión algo triste, lamentable, pero irremediable: soy adulta. Y quizás lo sea desde hace mucho tiempo, pero hasta ahora me cuesta reconocerlo del todo. ¿Será por eso que me niego a dejar de ver capítulos de mis dibujitos animados favoritos en internet?

Sin embargo, no sé cuándo fue que suprimí del placard los pantalones y las blusas rosadas para evitar convertirme en la Belinda de su época de actriz de telenovelas infantiles. Aunque me puedo jactar de que todavía no me encuentro leyendo con curiosidad el prospecto de alguna crema anti-age, o comprando tacones para ir a la oficina, o abundante maquillaje para salir a tomar algo con amigos. No, esa no soy yo y afortunadamente nunca lo fui. Y mucho menos pienso serlo a los 26.

Tampoco me acuerdo cuándo fue la primera noche de sábado que preferí dejarme puestas las pantuflas, comprar una pizza, o ponerme a cocinar algo sencillo, darle play a una película y exclamar convencida que era el mejor sábado de mi vida.

Mucho menos recuerdo cuándo empezaron a decirme "Señora" en la estación de servicio, en el bus, en la tienda de ropas, en la caja del súper, o en la calle. "Señora"... Sí, "señora", ese término que desde los tiempos arcaicos se le aplica a cualquier persona mayor o adulta, es decir, más anciana. Frase letal.

Me doy cuenta que ya entré al mundo adulto cada vez que veo las diferencias generacionales con personas menores que yo. O cuando me toca separar mis 5% y 10% de IVA mensuales, hacerme cargo de muchas compras del súper, el pago de mantenimiento de ciertas cosas de la casa y el tener que hacerme cargo de cada una de mis decisiones, buenas, malas y hasta bochornosas, diría. Además, me lo hacen notar mis compañeros de la clase de inglés, conformado en su gran mayoría por chicos que rondan los 20 años, cuando se sorprenden al escuchar mis expresiones y experiencias.

Supongo que también caigo en la cuenta cada vez que tomo consciencia de que traigo incorporado el microchip que se ocupa de alertar a los adolescentes bajo el famoso lema: A tu edad yo... Ese chip que se encarga de alertar a las personas menores que yo bajo esa frase tan letal que parece activarse automáticamente en un determinado momento de la vida y que funciona como suerte de predicador únicamente dispuesto a difundir las virtudes de la adolescencia y la juventud entre cualquier persona menor.

Y justamente esperé ver una película para hacer este post y quería que sea antes de mi cumpleaños. Finalmente la vi anoche. La película narra la historia de cuatro jóvenes que se conocieron en preparatoria (secundaria), que doce años después vuelven a encontrarse, cuando están a punto de cumplir 30 años y les asaltan todas las dudas de las que vienen huyendo desde los 20: ¿Soy quién creí que iba a ser? ¿Estoy con quien quiero estar? ¿Qué pasó con aquel gran amor de mi vida? ¿Estoy donde realmente quiero estar? Los protagonistas se plantean cuestiones de su vida que aparentemente nunca lograron resolver. Dudas existenciales que están ahí nomás, que conviven con todos ellos y que están dispuestas a despertar en cualquier momento.

Marina, una de las protagonistas, en 12 años no pudo completar la escultura, que según ella, la definirá como artista y después de más de una década sigue preguntándose si Ignacio era el amor de su vida. Por su parte, debido al trauma que le generó la muerte de su novia, Ignacio dejó de lado su sueño de ser físico para convertirse en evaluador de riesgo y maneja todo en base a estadísticas. Mimí es obligada por su mamá a ser actriz infantil, renunciando a su sueño de ser azafata. Y Adán es un arquitecto adicto y promiscuo. 

Al final de la historia, una frase retumba en la voz de la protagonista: "En el fondo no hay nada que hacer. Siempre tendrás 18, porque eres joven sólo una vez, pero inmaduro para siempre". ¿Será tan así?

La película es Efectos secundarios, un film mexicano del año 2007, el primero coproducido por Warner y siendo sincera, no es para celebrarla con bombos y platillos, porque lo que da a entender la historia es que ninguno de ellos logró superar su adolescencia ni madurar emocionalmente. Pero pese a cumplir recién 26, me hizo replantearme muchas cuestiones de las que siempre fui consciente -todos lo somos-, pero que la mayoría de las veces nos negamos a ver. 

En realidad me hizo un click profundo al pensar que al final no importa cuántos años tenga, mientras siempre esté dispuesta a empezar de nuevo. Después de todo, nunca es tarde. 


Como sea, a todos los que me leen, me gustaría advertirles que en la infancia se rasparán las rodillas, pero el corazón seguirá desprendiendo alegría.
Que jugarán mucho más de lo que recordarán cuando grandes.
Que reirán por cosas que de adultos ni siquiera conseguirán entender.
Que correrán más de lo que resistan sus piernas.
Que nunca se cansarán de jugar -no lo hagan ni aún de grandes-.
Que se asombrarán por todo, amarán mucho, abrazarán porque sí y sin motivo aparente y se encariñarán más de la cuenta.
Que harán amigos con tanta faclidad, que de grandes los hará olvidar y se preguntarán cómo es que alguna vez fueron tan sociables.
Que en la adolescencia se llora por amores de los que más adelante no recordarán ni su nombre ni su forma de caminar ni el por qué del adiós.
Que a lo mejor se van a frustrar al elegir una carrera porque con el tiempo descubrirán que eso no era lo que pretendía el espíritu. Pero que con eso no llega el fin del mundo. Al contrario, nunca es tarde para volver a empezar una carrera ni cualquier otra cosa.
Que la mayoría de las veces está bueno seguir los instintos y dejarse llevar sin pensar mucho. 
Pregunten, charlen, anímense, háblenlo. Maten su curiosidad aunque les acusen de preguntones. Hasta "¿por qué el cielo es azul?" será una interrogante válida.
Obedezcan a la razón, no a la autoridad. Obedezcan porque están convencidos de que deben hacerlo, porque su corazón les lleve hacia ese lado. Nunca obedezcan sólo porque sí. A veces objetando se obtienen respuestas interesantes.
Habrán veces que deberán parar y dar unos pasos hacia atrás solo para volver a empezar.
Que se sentirán decepcionados el día que perciban que la rutina no tiene una tenue luz ni música a todo volumen, sino una pared blanca a la que se aprende a ver de distintos colores cada mañana.
Que la gente se esmera más en parecer que en ser.
Que lo que de joven parece posible, de grande se asemeja más a lo improbable -pero existe la ley de la atracción y a toda regla una excepción, ténganlo en cuenta-.
Que aquello que se entiende por belleza puede mutar de mil maneras hasta convertirse en un solo gesto.
Que una carcajada y una conversación inteligente enamoran más que un envase brillante y despampanante.
Que se sobrevive al desamor.
Que por amor y de amor, no muere nadie.

Y además...
No se alejen de las amistades por un novio o una novia de turno.
A veces la mejor respuesta puede ser no responder.
La conversación es uno de los factores más importantes. En cualquier tipo de relación. En el lugar que fuere.
No tomen los consejos que les den todo el mundo. A veces solo alcanza con seguir la intuición. El don de fluir, diría Jorge Drexler.
No se ahoguen en sus silencios. Si tienen algo que decir, díganlo. Con el tiempo, los silencios les pesarán y dolerán más que una uña encarnada o el dolor de muelas.
Aprendan a poner límites a las personas.
Sean positivos y optimistas. Vivirán en paz y serán más felices.
Lloren mucho por algo que les haya molestado, pero nunca más vuelvan a llorar por lo mismo.
Prueben cosas nuevas y diviértanse. Es la mejor forma de darse cuenta de lo que son.
La edad NO es garantía de madurez.
La gente NO cambia. En un 99% de los casos.
Nunca terminarán de conocer verdaderamente a alguien.
No sigan las modas. En el futuro podrían arrepentirse de esa calza de animal print que se pusieron.
Perdonar los convierte en personas más fuertes, no más débiles.
Es bueno que reconozcan cuándo es necesario disculparse y retractarse.
El pasado no los definirá, pero puede enseñarles lecciones de vida muy importantes.
No deberían quedarse con algo o con alguien solo por comodidad o conveniencia.
Cualquier relación que tengan en la vida, les dejará alguna lección.
Las penas de amor nunca serán fáciles, pero aprenderán a lidiar con ellas.
Llegará un momento en que simplemente deberán dejar ir a las personas.
Hagan una lista de todo lo que no les guste de ustedes y luego tírenla. Son lo que son. Y nunca serán tan malos como se imaginan.
Tiren el equipaje que les sobra. El trayecto es largo y la carga no les permitirá mirar hacia adelante. Y además, les joderá la espalda. Recuerden, a veces hay que dejar ir...
Enamórense, aunque les rompan el corazón. Caigan y vuelvan a levantarse las veces que sea necesario. A lo mejor hay un verdadero amor, a lo mejor no. Pero mientras, bailen aunque no haya música.
Amen sin desmoronarse, para que más tarde no tengan que juntar pedacitos de corazones esparcidos por ahí.
Coman sano y gasten energía haciendo ejercicio. Esa es la base para tener una vida saludable -yo lo aprendí recién después de los 20-. Ah, y anden en bicicleta.
Equivóquense, cambien, intenten, fallen, reinvéntense, manden todo a la China y empiecen de nuevo cada vez que sea necesario. En serio, no pasa nada.
Prueben otros sabores de helado, otras marcas de bebidas y de crema dental.
Empiecen una banda -mejor si es de rock-. Tomen clases de baile, aprendan idiomas, hagan cursos de cocina.
Perdonen... Olviden... Dejen ir...
Decidan quién es imprescindible -aunque en realidad nadie lo es-. 
Mientras más grandes se vuelven, más difícil se hace hacer amigos de verdad y es justamente cuando más van a necesitar de gente que sepa quiénes son en realidad sin tener que darles explicaciones. Esos son los amigos. Cuídenlos y manténganlos cerca.
Aprendan que en las clases no van a aprender nada. Que en la escuela de la vida no hay examen final, ni calificaciones, ni fiesta de graduación -menos mal-.
Pero por sobre todo, viajen mucho. Tengan a mano una mochila, championes cómodos y una cámara de fotos y conozcan tantos lugares como gente. Los recuerdos de esas experiencias no tendrán fecha de expiración. Y anoten esas aventuras en una libretita que entre en el bolsillo. En el futuro, cuando tengan su primera cana, van a tener buenos argumentos para empezar a envejecer tranquilos. Y todo lo que vivan va a sonar como el bonustrack del mejor disco de sus vidas.
Pero sobre todo, por este medio, les digo, ante todo, nunca, jamás de los jamases renuncien a sus sueños. Por más grandes, chicos, ínfimos y ridículos que parezcan. Nunca.
Y por este medio, dejo constancia de mi materia pendiente más inmediata: Arrancar el auto un día y conducir sin parar hasta que se acabe el combustible.

Muchas cosas pasan sin previo aviso: la muerte, el amor, un encuentro, la lluvia, cumplir años... No siempre anticipan su llegada de una forma evidente y sólo cuando suceden nos enfrentan a una nueva versión de nosotros mismos. Nos modifican, nos redibujan el presente y cuelgan entre pinzas el futuro.

Ahora, mis proyectos a cumplir están más latentes que nunca. Con más ganas, con más optimismo y sobre todo, con más esperanza.

Esto me dejó los 25 años. Los 26, sé que me dejarán mucho, pero muchísimo más.


Este post está dedicado a mis dos pequeños humanos favoritos en el mundo: mis sobrinos Seba y Sofi, por enseñarme, sin querer quizás, que una sonrisa de ustedes puede hacerme feliz toda la semana. Por enseñarme que no quiero crecer nunca, pero que como es algo inevitable, al menos no pierda jamás ese espíritu. Y para que sepan que no podré obligarles el camino a seguir, pero sí podré acompañarles y simplemente enseñarles lo que yo aprendí. Las decisiones serán de ustedes, buenas o malas, pero donde sea que vayan, mis manos los ayudarán a levantarse de cada caída. Hagan lo que hagan.

Por cierto, el soundtrack ideal para este momento. 
Amaral, por esta canción es que te quiero.