miércoles, 16 de diciembre de 2015

Inmortal



Llega un momento de la vida en el que uno se detiene a pensar en lo breve que puede ser el paso por este mundo.

Cuando chicos, la historia la íbamos midiendo en paquetes de caramelos, paseos en bici, vueltas en calesita y galletitas tippi remojadas en una taza de chocolatada.

De grandes, en la convivencia, la presentación familiar, en la ansiedad de conocer gente nueva y tener nuevas citas.

El primer amor, el primer beso, la primera casa, el primer salario, las primeras vacaciones. Todo parece perfectamete acomodado para no detenernos a pensar en que no somos más que unos simples mortales. 

Los amores, las amistades, las aventuras, los encuentros, los animales, la naturaleza, los domingos soleados en el parque, el olor a jazmín, el día que aprobé la tesis, las carcajadas... Todas estas cosas nos llevan a creer que capaz no moriremos nunca... Hasta que la muerte aparece y te parte al medio sin avisar, sacudiendo todas las interrogantes que estaban guardadas sin saber y poniendo en duda esos viejos deseos adolescentes de inmortalidad. Hasta ese momento en que la realidad llega para darnos una cachetada tan fuerte que nos hace poner los pies sobre la tierra haciéndonos ver que aquella persona querida que partió no va a volver nunca más, marcando así el indicio para que aprendamos a ver que en la vida nada es tan grave salvo el no poder volvernos a ver reflejados en aquellos ojos que ya no están más que en el recuerdo.

Quizás los que se van marcan el camino que seguiremos los que nos quedamos. Sin embargo, la cabeza se vuelve un laberinto eterno, la incertidumbre nos empieza a acechar y las preguntas sin respuestas comienzan a invadirnos a borbotones.

El más allá y el más acá empiezan a mezlcarse y los que permanecemos de este lado nos quedamos extrañando, palpando la vida o lo que queda de ella, con las manos apretadas para que no se nos escape por ningún lado, con la intención de prolongarla y animarnos a ser menos cobardes en el dolor y en el arte del vivir...

¿Quién se queda y quién se va? ¿Quién define lo efímero de lo eterno? Si alguien nos lo pudiera decir con tiempo para prepararnos para cuando llegue el momento de atravesar ese dolor, todo sería más sencillo... O quizás solo queda amigarnos con la idea de que así como llegamos de a poco, de igual manera nos iremos...

Cada partida, irremediablemente, me lleva a luchar con la idea de amigarme con lo desconocido, de amigarme con la muerte, aunque a veces me encantaría poder sentirme un poquito inmortal. O quizás lo soy de a ratos, cuando recurro a los recuerdos, a las risas, a los momentos felices.

La muerte es un tema que me cuesta mucho aceptar. 

Cuando tenía 11 años falleció mi abuela, la que me crió, la que me vestía para ir a la escuela, la que me preparaba el desayuno todas las mañanas, la que me copiaba la lección cuando se me hacía tarde para salir de clases, la que fungió de segunda mamá cuando la mía tenía que salir a trabajar. Pensé que nunca más iba a llorar desconsoladamente con una partida... Hasta que los años me fueron sorprendiendo una y otra vez con dolores ajenos y con diferentes pérdidas que poco a poco me hacían asimilar la idea de que la muerte es algo natural, como debe de ser, al fin y al cabo, ¿no? Ciclos de la vida le dicen, ¿verdad?

Me cuesta aceptar eso de que de polvo venimos y en polvo nos convertiremos. No quiero creer que la vida se reduzca a un montón de cenizas y que de creernos inmortales tengamos que pasar a darnos cuenta de que todo puede terminarse en un segundo, mientras que uno gasta tanto tiempo preocupándose por boludeces en lugar de aprovechar cada instante. Resulta que la línea que separa el más allá del más acá es más delgada de lo que podemos imaginar.

Lastimosamente nadie nos enseña a morir y a gestionar el dolor, nunca nadie nos inculca la idea de que la vida no es más que un regalo con fecha de caducidad, que indefectiblemente se acaba y que no podemos ni debemos desperdiciar las 24 horas que tenemos al día para gestionarlas. Claro, creemos que la vida es eterna hasta que la misma vida nos recuerda lo inevitable. 

Cuántas veces pasa que creemos que la muerte es algo que no nos va a pasar mañana y andamos así por la vida hasta que alguien se va. Y en ese momento estaría bueno pensar que no es que se fue, solo se nos adelantó en el camino y que aunque nos duela, alguna vez lo vamos a alcanzar. 

Por más natural que sea la muerte, es inexplicable cuando nos toca perder a algún ser querido. Sin embargo, sin querer queriendo, cuando alguno muere, muere también una parte de nosotros y eso impide que volvamos a ser los mismos. Lo que no quiere decir que no lleguemos a ser felices nunca más, simplemente son como espejitos que se rompen en el alma y que modifican nuestra realidad...

Hace poco leí en algún lugar que hay que perder todo aquello que formaba parte de tu vida para poder encontrarte a vos mismo. Y qué loco. Perder un ser querido para empezar a valorar el presente, aquí y ahora, y dejar de preocuparse por tonterías.

Y es que la conciencia de la finitud es capaz de hacernos valorar la vida más que nunca, de modo a que la muerte nos encuentre viviendo...  Hoy no me da miedo la muerte, lo que me da cosa es pensar que algún día va a llegar y me pregunto cómo me encontrará. Es por eso que a partir de ahora quiero esforzarme cada día para que al menos valga la pena.

Y quiero entender que quizás las primeras pérdidas como un juguete roto, una despedida, un cambio de colegio o una mascota desaparecida son solo pequeñas pérdidas que nos preparan para la muerte...

En realidad no sé si existe vida después de la muerte, tampoco sé si el lugar a donde van las almas sea mejor de lo que es acá, pero si algo tengo claro es que finalmente Don Agustín está descansando después de mucha agonía. Prefiero pensar que ahora tengo conmigo no solo a uno, sino que a dos seres de luz que nunca más van a dejar de brillar y acompañarme. 

Creo que este año fue de puro aprendizaje. Aprendí que ni mi juventud ni la de los míos va a ser eterna, que solo nos queda intentar hacerle una sonrisa burlona a la muerte y decirle: "seguramente algún día vas a llegar, pero hoy todavía no". 

Aprendí que algunas cosas es mejor tenerlas difusas en la mente. No al punto de ignorarlas, pero tampoco darles demasiadas vueltas. Al fin y al cabo todos marcharemos al mismo lugar, y eso es todo lo que hay que saber.

Pero sobre todo aprendí que no hay historia más triste que la de comprender que nacemos para morir.

Por segunda vez en 26 años me volví a sentir desolada y desconsolada. Y doblemente, porque por primera vez en mi vida estoy viviendo sin abuelos. Solamente me queda pensar que nadie podrá quitarme los momentos que viví con ellos y que nadie nunca podrá manchar el recuerdo de los que se van. Y que definitivamente, los padres y abuelos no deberían morir nunca, porque nos dejan huérfanos de afecto y totalmente desprotegidos.

Cumplir estos 27 años no van a ser iguales a los anteriores. Va a faltar él en la cabecera de la mesa, con su risa contagiante y sus chistes de sobremesa. Va a faltar él, con sus ocurrencias, sus bromas y sus historias interminables. Va a faltarme hoy y todos los siguientes años de mi vida. 

Pero algo me enseñó su partida, que la familia que me tocó, pese a ser tan diferente entre sí, al momento de la verdad, puede convertirse en el mejor equipo del mundo. Porque debe ser una maravilla vivir con la sensación de que la compañía, en las buenas y en las malas, es el mejor regalo.

Y siento que mi abuelo fue muy feliz. Varias veces lo escuché repetir que solo le quedaban ver dos sueños cumplidos: al menos a uno de sus nietos recibidos y conocer a algún bisnieto. Y lo logró. Y su buen vivir me enseñó a no desperdiciar el mío. Y eso solo me lleva a convencerme de una cosa: que la vida hay que vivirse al máximo, nada más. Para que el día que nos toque partir, los otros -quienes todavía se quedarán por aquí- sientan el consuelo de que fuimos felices. 

Después de todo, la eternidad tiene la duración que nosotros mismos le damos. De a poco su recuerdo se va asentando y deja de doler tanto, hasta que simplemente pasa a ser parte de uno mismo.

Después de cuatro meses todavía tengo mucha pena para seguir filosofando sobre la muerte y su descolorido abismo.

Sin embargo, hoy, que cumplo un año más, tengo un solo deseo que es enviar el abrazo más fuerte y el Te Quiero más sincero del mundo a ese lugar donde supongo que van todas las almas a las que uno amó hasta el final. Mi deseo es que eso llegue hasta allá.

Y si hay lugar para un deseo más, que la muerte no me tome nunca desprevenida. Después de todo, el pasado nos condena a ese encuentro incierto. El futuro nos dará una sensación de agradecimiento. Y el presente... el presente es el único hecho concreto.





"Quiero creer que la muerte no nos roba a los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo. La vida sí que nos los roba muchas veces y definitivamente". Francois Mauriac.


Esta entrada es en memoria a esos seres que siguen aquí por medio de la única cosa que nunca va a morir: los recuerdos.

A mi abuelo, y a todos los que como él, se fueron y nos dejaron un vacío tremendo.



Sin lágrimas
No puedo sentir, sentir nada
No puedo gritar, no puedo chillar
Aspirarlo, espiarlo
todo este amor en mi interior
No voy a llorar cuando digas adiós
me quedé sin lágrimas
No voy a morir cuando digas adiós
me quedé sin lágrimas
No beberé, no comeré
no puedo escuchar,
no voy a hablar
Déjalo salir, déjalo entrar
Todo este dolor en mi interior
Y simplemente no puedo entregar mi corazón
a otro ser viviente
Soy un susurro, soy una sombra
Pero me pongo en pie para cantar
No voy a llorar cuando digas adiós
me quedé sin lágrimas
No voy a morir cuando digas adiós
me quedé sin lágrimas
Sì, así es
No voy a llorar, juro que mis ojos están secos
Me quedé sin lágrimas
No voy a llorar, te voy a decir por qué
Me quedé sin lágrimas, sin lágrimas
Dejar que salga, desde adentro
Algunas se pierde, algunas se gana
Puedo vagar, puedo soñar
hasta flotar