domingo, 23 de noviembre de 2014

El síndrome de anti-Cenicienta




No encontré una banda sonora adecuada para iniciar este post. Ese soundtrack ideal para poner los puntos a una sociedad machista que se empecina en que toda mujer soltera (comprometida o no) obtenga marido, como si con eso se completara la otra mitad de la que tanto nos hablan los cuentos de hadas que nos leían en la infancia.

Pero resulta que todo era una falacia. Desde chicas consumimos historias de amor con finales felices como perdices, que resultan ya un copyright de todas las mujeres soñar con lo mismo. Pero la realidad es que ni somos cenicientas, ni los príncipes azules existen. Primero que nada, amigas, les recomiendo que sean conscientes de que las opciones para conseguir pareja incluyen un mar de sapos por cada uno de los mal llamados “príncipes”.



Hoy voy a hablar sobre los sentimientos encontrados que me inundan sobre esto de estar soltera -y sin hijos- a los veinte y tantos.

Nuestra sociedad está tan obsesionada con hablar de las relaciones, de sus altos y bajos, de sus comienzos y finales, como si fueran lo más importante del mundo. Como si nacer, crecer, reproducirse y morir fueran los motivos de nuestra existencia. ¿Y dónde queda el vivir?

Cuando la gente me pregunta cuánto tiempo llevo de novia, me miran sorprendidos ante mi respuesta de más de cuatro años, asumiendo directamente mi rol de comprometida: “Ya es hora de casarte”. Intento hacer memoria de las veces que me dijeron: “¿Cuándo vamos a tomar la sopa?”. Pero es imposible. Incluso, me sigo sorprendiendo cuando alguien me hace esta pregunta tan fastidiosa. Pero la gente la hace. ¿Y qué se supone que debo responder para sonar diplomática?

No hubo un momento específico en mi vida en que haya llegado al límite y tampoco nunca dije que el matrimonio no era para mí. O bueno, alguna vez recuerdo haber estallado en crisis diciendo que no iba a casarme nunca. Pero lo cierto es que ahora no pienso ni remotamente en ello. Veo a amigas que se casan, tienen hijos, agrandan sus familias y me da un poco de ‘cosa’ imaginarme a mí en esos roles. No es algo a lo que aspire. No es que sienta que mi plenitud como mujer se basa en eso. En realidad, ni tan siquiera es que haya decidido rotundamente que el matrimonio no fuera para mí. 

Tampoco es a causa de antecedentes como que me haya abandonado algún novio -cosa que nunca pasó- o que mis padres se hayan separado después de 25 años de casados -cuando yo solo era una adolescente conflictiva-. De hecho, tengo ejemplos de sobra para creer que el amor puede ser verdadero y perdurar. Mis hermanos se casaron después de largos años de noviazgos y siguen hasta hoy. Mis abuelos estuvieron casados por 42 años hasta que la muerte de mi abuela los separó. Ejemplos, me sobran.

Mis amigos y mi familia siempre me cargan con que alguna vez me va a llegar ese momento e incluso muchos cuestionan mi relación diciéndome: “¿Cuatro años y medio de novia y no te ves casada con él? No lo amás, no lo querés, ¿te lo planteaste?”. Y honestamente, siempre lo hago y siempre llego a la misma conclusión. Y realmente, lo que suena como una linda tradición para la mayoría, para mí es como una trampa y una tendencia que comenzó hace tiempo con la intención de fortalecer relaciones. Cuando en realidad, mi opinión radica en que no se necesitan papeles firmados para hacer constar mi compromiso con la otra persona. ¿O acaso ustedes firman un convenio para apoyar a los amigos y celebrar un 30 de julio?

Tampoco es que no sea romántica. Claramente me emocionan las millones de manifestaciones artísticas que expresan amor, desde libros, poemas, canciones, historias y hasta el subgénero literario completo sobre este tema. Aunque no lo crean, me afectan las rupturas de mis amigos con sus parejas. Hasta el día de hoy, sigo llorando con la muerte de Jack en Titanic. Llegué a odiar a Summer Finn cuando hacía sufrir de amor a Tom Hansen en 500 días con ella. Y hasta fantaseé con el encuentro amoroso de Kat Stratford y Patrick Verona en Las 10 cosas que odio de ti. Incluso hasta ahora, hay veces que me siguen haciendo ilusión las historias de amor de mis series preferidas de la adolescencia.

Así que no es que nunca haya soñado con ese día tan especial. Es más, tengo un álbum de bodas completamente organizado en Pinterest y sé que quiero un anillo de compromiso pequeño con forma de infinito. Un vestido hawaiano de bambula, holgado y con tirantes, en color crema –porque odio el blanco-. Sé que quiero flores en el pelo y que abunden los girasoles. Y como no quiero una boda convencional, mi fantasía es casarme descalza y caminar por la arena blanca al altar, que no quiero que sea precisamente una Iglesia. Y si es posible, que Areguá sea el escenario.

Sin embargo, toda esta descripción no refleja mi deseo de estar casada y atada realmente a alguien. Me encantan las cosas bellas y pienso que un matrimonio debe ser la unión de todas las cosas bellas que uno puede imaginar. Pero aún así, tampoco nombro ni pienso en el esposo perfecto.

Cuando les cuento mis pensamientos a las personas, sean éstas amigos, mamá, papá, hermanos y cuñadas, siempre recibo la misma respuesta: “Alguna vez vas a conocer a la persona correcta y vas a cambiar de parecer. A todos nos llega”. Claro, en una sociedad machista es normal que los hombres se sientan así con respecto al matrimonio, pero que la mujer lo haga, no es ‘normal’, o mejor dicho, ‘no está socialmente aceptado’.

La última respuesta que di ante el planteamiento fue hace poco en el casamiento de una amiga. Y es que no sé si quiera casarme alguna vez o es que solamente ahora, a corto plazo, no lo quiero hacer porque pienso que todavía tengo mucho camino por recorrer antes de tomar semejante decisión de anteponer a otras personas por delante de mí. 


Quiero seguir trabajando, ahorrar, viajar, disfrutar del silencio, dormir tarde, dormir hasta tarde, no tener horarios, no tener que rendirle cuentas a nadie, independizarme, no pedir permiso a nadie, trasnochar, improvisar sobre la marcha, alguna vez llegar a trabajar como si no necesitara dinero y sobre todo, descubrir quién soy. Nadie me dice “ah, qué interesante” o “contáme algo más sobre tus planes”. Y aunque no quieran saberlo, les digo. Quiero seguir estudiando, hacer un postgrado o un máster en comunicación en el exterior, inscribirme a un curso de cocina -sí, a los 25 pillé que me gusta cocinar-, conectarme conmigo misma a través del yoga, seguir asistiendo a terapia, continuar con mi afición a la fotografía, gastar las energías que quedan después del trabajo trotando en la ciclovía todas las mañanas o tardes, mudarme a vivir sola, ser voluntaria en alguna organización dedicada a niños, ser activista social (pro ambiente y pro vida animal), adoptar muchos perros, retomar alguna vez mi frustrada carrera musical, ser escritora, emprender mi propio proyecto, dirigir mi propio espacio artístico, ser la tía malcriadora de los sobrinos que tengo y que vayan a venir, y sobre todo, lo que es un gran impedimento al afán ese que tiene todo el mundo de casarme, de cumplir un sueño que tengo desde los 15 años: cargarme la mochila al hombro e ir de mochilera por el mundo.

Sí, ríanse. Pero cuando lo consiga hacer, mientras yo esté en otro continente logrando una de mis hazañas o comiendo comida tailandesa, todos esos amigos que optaron por la vida familiar estarán criando y afianzando sus roles de esposos, esposas, madres y padres de familia. Y no me parece mal. Considero que el matrimonio es un acto de valentía. Sí, como lo leyeron. Animarse a reafirmar el compromiso con alguien ‘hasta que la muerte los separe’ es una revolución contra la poligamia y la monotonía de hoy en día. Y me saco el sombrero ante el gesto.

Pero no es yo que no crea en el amor ni en el compromiso. Sí, creo. Y les aseguro que más intensamente que muchos familieros. Pero creo en un compromiso hecho por dos personas en lo más profundo de sus corazones. Estoy convencida de que unos papeles firmados, unos testigos y una fiesta costosa no van a hacer que alguien se quede para siempre.

Me da miedo pensar que una pareja deba crecer y cambiar junta, sin separarse. Me gusta pensar que nunca nadie termina de crecer mental y emocionalmente. Y justamente esa incertidumbre al mismo tiempo me aterra.

En los conflictos matrimoniales, las parejas asisten a terapias y renuevan su amor constantemente. Pero a veces resulta necesario irse solo y alejarse temporalmente para renovarse. Siendo que es natural terminar una relación, las complejidades del divorcio te podrían llevar a creer que siempre vale la pena quedarse peleando una batalla perdida, impidiendo que los involucrados sigan adelante con sus vidas y descubran verdaderamente su camino.

En realidad, mi visión acerca de las relaciones cambia con cada experiencia que vivo, que escucho, que leo o de la que soy testigo a diario. 

Hace casi cinco años comencé a salir con mi actual novio, mi primer novio ‘serio’, alguien a quien conocí a través de un tour musical, un hombre lo opuesto totalmente a lo que alguna vez soñé y que por cinco meses hizo méritos para que pudiera darle el acceso a mi vida.  Y llegué a estar profunda y ciegamente enamorada. ¿Llegué a verme casada con él? Alguna vez, quizás. Pero ya no. Y no es que no esté enamorada. Es más, me convirtió en una mejor persona, me ayudó a fortalecer mis valores y a recobrar la confianza y seguridad en mí misma, pero no sé si será el hombre de mi vida. Ninguna de estas cosas considero que sean las señales definitivas de que deberíamos comprometer nuestras vidas el uno al otro, que deberíamos elegirnos solo mutuamente. ¿Cómo compruebo esto? ¿Existe una fórmula mágica que me garantice el éxito?

Está bien que el casamiento sea la decisión de muchas parejas para consagrar y perpetuar su amor. Pero yo prefiero verlo como una opción de vida más que como una expectativa a corto, largo o mediano plazo. Así como elegir el restaurante donde comer, el departamento donde vivir, qué perro adoptar y si me quedo o no en casa un sábado a la noche.

A todo esto, todavía no estoy segura de querer casarme alguna vez. Tal vez sí. Tal vez no. Pero tampoco cierro mi mente. Aún así, mi elección de estar soltera se basa en considerarme lo suficientemente valiosa e independiente, como para que alguien más lo certifique. Lo que se requiera para que dos personas quieran elegirse y estar juntas, todavía no me pasó. Y no sé cuándo ocurra y ni siquiera tengo la certeza de que vaya a suceder.

Pero mi elección no tiene que ver con que me sienta egoísta o incompleta. Me siento plena cuando logro mis objetivos. Cuando acepto críticas constructivas que me ayuden a mejorar. Soy feliz cuando hago lo que quiero hacer sin lastimar a nadie. Cuando hago sonreír a las personas. Cuando veo jugueteando felices a mis sobrinos. Cuando veo en calma a mi familia. Cuando comparto con mis amigos. Cuando trabajo en lo que me gusta. Cuando tomo con entusiasmo y humildad cada desafío. Vivo con propósitos, con empatía y sin arrepentimientos. Y el hecho de no poner “casarme y formar una familia” en mi libretita de pendientes no significa que esté yendo en la dirección equivocada o incorrecta.



No existen caminos errados si vamos con amabilidad, pasión y simpatía por la vida. Siento respeto y admiración por todas las madres y padres, esposos y esposas del mundo. Y lo único que pido es ese mismo respeto para quienes decidimos tomar un camino distinto en la búsqueda de la realización y la felicidad.
Me gustan los finales felices, pero mucho más, me gustan los finales reales.


P.D.: Este post necesariamente tenía que ser largo. Me lo debía hace tiempo. Cuando empecé a escribir, las palabras salieron a borbotones de mis dedos. Y además, se lo debía a todas las mujeres solteras que buscan vivir plenas y felices.
P.D. 2: Próximamente se viene un post sobre las muchas historias de amor que tengo en mi memoria y que me hacen recuperar mi fe en el amor y en la humanidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario