Pero
resulta que todo era una falacia. Desde chicas consumimos historias de amor con
finales felices como perdices, que resultan ya un copyright de todas las mujeres soñar con lo mismo. Pero la realidad
es que ni somos cenicientas, ni los príncipes azules existen. Primero que nada,
amigas, les recomiendo que sean conscientes de que las opciones para conseguir
pareja incluyen un mar de sapos por cada uno de los mal llamados “príncipes”.
Hoy
voy a hablar sobre los sentimientos encontrados que me inundan sobre esto de
estar soltera -y sin hijos- a los veinte y tantos.
Nuestra
sociedad está tan obsesionada con hablar de las relaciones, de sus altos y
bajos, de sus comienzos y finales, como si fueran lo más importante del mundo. Como
si nacer, crecer, reproducirse y morir fueran los motivos de nuestra
existencia. ¿Y dónde queda el vivir?
Cuando
la gente me pregunta cuánto tiempo llevo de novia, me miran sorprendidos ante
mi respuesta de más de cuatro años, asumiendo directamente mi rol de
comprometida: “Ya es hora de casarte”.
Intento hacer memoria de las veces que me dijeron: “¿Cuándo vamos a tomar la sopa?”. Pero es imposible. Incluso, me sigo sorprendiendo cuando alguien me hace esta pregunta tan fastidiosa. Pero
la gente la hace. ¿Y qué se supone que debo responder para sonar diplomática?
No
hubo un momento específico en mi vida en que haya llegado al límite y tampoco
nunca dije que el matrimonio no era para mí. O bueno, alguna vez recuerdo haber
estallado en crisis diciendo que no iba a casarme nunca. Pero lo cierto es que
ahora no pienso ni remotamente en ello. Veo a amigas que se casan, tienen
hijos, agrandan sus familias y me da un poco de ‘cosa’ imaginarme a mí en esos roles. No es algo a lo que aspire.
No es que sienta que mi plenitud como mujer se basa en eso. En realidad, ni tan
siquiera es que haya decidido rotundamente que el matrimonio no fuera para mí.
Tampoco es a causa de antecedentes como que me haya abandonado algún novio -cosa
que nunca pasó- o que mis padres se hayan separado después de 25 años de
casados -cuando yo solo era una adolescente conflictiva-. De hecho, tengo
ejemplos de sobra para creer que el amor puede ser verdadero y perdurar. Mis
hermanos se casaron después de largos años de noviazgos y siguen hasta hoy. Mis
abuelos estuvieron casados por 42 años hasta que la muerte de mi abuela los
separó. Ejemplos, me sobran.
Mis
amigos y mi familia siempre me cargan con que alguna vez me va a llegar ese
momento e incluso muchos cuestionan mi relación diciéndome: “¿Cuatro años y medio de novia y no te ves
casada con él? No lo amás, no lo querés, ¿te lo planteaste?”. Y
honestamente, siempre lo hago y siempre llego a la misma conclusión. Y
realmente, lo que suena como una linda tradición para la mayoría, para mí es
como una trampa y una tendencia que comenzó hace tiempo con la intención de
fortalecer relaciones. Cuando en realidad, mi opinión radica en que no se
necesitan papeles firmados para hacer constar mi compromiso con la otra
persona. ¿O acaso ustedes firman un convenio para apoyar a los amigos y
celebrar un 30 de julio?
Tampoco
es que no sea romántica. Claramente me emocionan las millones de
manifestaciones artísticas que expresan amor, desde libros, poemas, canciones,
historias y hasta el subgénero literario completo sobre este tema. Aunque no lo
crean, me afectan las rupturas de mis amigos con sus parejas. Hasta el día de
hoy, sigo llorando con la muerte de Jack
en Titanic. Llegué a odiar a Summer Finn cuando
hacía sufrir de amor a Tom Hansen en 500 días con ella.
Y hasta fantaseé con el encuentro amoroso de Kat Stratford y Patrick
Verona en Las 10 cosas
que odio de ti. Incluso hasta ahora, hay veces que me siguen haciendo
ilusión las historias de amor de mis series preferidas de la adolescencia.
Así
que no es que nunca haya soñado con ese día tan especial. Es más, tengo un
álbum de bodas completamente organizado en Pinterest
y sé que quiero un anillo de compromiso pequeño con forma de infinito. Un
vestido hawaiano de bambula, holgado y con tirantes, en color crema –porque odio el
blanco-. Sé que quiero flores en el pelo y que abunden los girasoles. Y como no
quiero una boda convencional, mi fantasía es casarme descalza y caminar por
la arena blanca al altar, que no quiero que sea precisamente una Iglesia. Y si
es posible, que Areguá sea el escenario.
Sin
embargo, toda esta descripción no refleja mi deseo de estar casada y atada
realmente a alguien. Me encantan las cosas bellas y pienso que un matrimonio
debe ser la unión de todas las cosas bellas que uno puede imaginar. Pero aún
así, tampoco nombro ni pienso en el esposo perfecto.
Cuando
les cuento mis pensamientos a las personas, sean éstas amigos, mamá, papá,
hermanos y cuñadas, siempre recibo la misma respuesta: “Alguna vez vas a conocer a la persona correcta y vas a cambiar de
parecer. A todos nos llega”. Claro, en una sociedad machista es normal que
los hombres se sientan así con respecto al matrimonio, pero que la mujer lo
haga, no es ‘normal’, o mejor dicho, ‘no está socialmente aceptado’.
La
última respuesta que di ante el
planteamiento fue hace poco en el casamiento de una amiga. Y es que no sé si
quiera casarme alguna vez o es que solamente ahora, a corto plazo, no lo quiero
hacer porque pienso que todavía tengo mucho camino por recorrer antes de tomar
semejante decisión de anteponer a otras personas por delante de mí.
Quiero
seguir trabajando, ahorrar, viajar, disfrutar del silencio, dormir tarde,
dormir hasta tarde, no tener horarios, no tener que rendirle cuentas a nadie,
independizarme, no pedir permiso a nadie, trasnochar, improvisar
sobre la marcha, alguna vez llegar a trabajar como si no necesitara dinero y sobre
todo, descubrir quién soy. Nadie me dice
“ah, qué interesante” o “contáme algo
más sobre tus planes”. Y aunque no quieran saberlo, les digo. Quiero seguir
estudiando, hacer un postgrado o un máster en comunicación en el exterior,
inscribirme a un curso de cocina -sí, a los 25 pillé que me gusta cocinar-,
conectarme conmigo misma a través del yoga, seguir asistiendo a terapia, continuar con mi afición a la fotografía, gastar
las energías que quedan después del trabajo trotando en la ciclovía todas las
mañanas o tardes, mudarme a vivir sola, ser voluntaria en alguna organización
dedicada a niños, ser activista social (pro ambiente y pro vida animal), adoptar muchos perros, retomar alguna vez mi frustrada carrera musical, ser
escritora, emprender mi propio proyecto, dirigir mi propio espacio artístico, ser
la tía malcriadora de los sobrinos que tengo y que vayan a venir, y sobre todo,
lo que es un gran impedimento al afán ese que tiene todo el mundo de casarme,
de cumplir un sueño que tengo desde los 15 años: cargarme la mochila al hombro
e ir de mochilera por el mundo.
Sí,
ríanse. Pero cuando lo consiga hacer, mientras yo esté en otro continente
logrando una de mis hazañas o comiendo comida tailandesa, todos esos amigos que optaron por la vida familiar
estarán criando y afianzando sus roles de esposos, esposas, madres y padres de
familia. Y no me parece mal. Considero que el matrimonio es un acto de
valentía. Sí, como lo leyeron. Animarse a reafirmar el compromiso con alguien ‘hasta que la muerte los separe’ es una
revolución contra la poligamia y la monotonía de hoy en día. Y me saco el
sombrero ante el gesto.
Pero
no es yo que no crea en el amor ni en el compromiso. Sí, creo. Y les aseguro
que más intensamente que muchos familieros. Pero creo en un compromiso hecho
por dos personas en lo más profundo de sus corazones. Estoy convencida de que unos
papeles firmados, unos testigos y una fiesta costosa no van a hacer que alguien
se quede para siempre.
Me da
miedo pensar que una pareja deba crecer y cambiar junta, sin separarse. Me gusta
pensar que nunca nadie termina de crecer mental y emocionalmente. Y justamente
esa incertidumbre al mismo tiempo me aterra.
En
los conflictos matrimoniales, las parejas asisten a terapias y renuevan su amor
constantemente. Pero a veces resulta necesario irse solo y alejarse
temporalmente para renovarse. Siendo que es natural terminar una relación, las
complejidades del divorcio te podrían llevar a creer que siempre vale la pena
quedarse peleando una batalla perdida, impidiendo que los involucrados sigan
adelante con sus vidas y descubran verdaderamente su camino.
En
realidad, mi visión acerca de las relaciones cambia con cada experiencia que
vivo, que escucho, que leo o de la que soy testigo a diario.
Hace
casi cinco años comencé a salir con mi actual novio, mi primer novio ‘serio’, alguien a quien conocí a través
de un tour musical, un hombre lo
opuesto totalmente a lo que alguna vez soñé y que por cinco meses hizo méritos
para que pudiera darle el acceso a mi vida.
Y llegué a estar profunda y ciegamente enamorada. ¿Llegué a verme casada
con él? Alguna vez, quizás. Pero ya no. Y no es que no esté enamorada. Es más,
me convirtió en una mejor persona, me ayudó a fortalecer mis valores y a
recobrar la confianza y seguridad en mí misma, pero no sé si será el hombre de
mi vida. Ninguna de estas cosas considero que sean las señales definitivas de
que deberíamos comprometer nuestras vidas el uno al otro, que deberíamos
elegirnos solo mutuamente. ¿Cómo compruebo esto? ¿Existe una fórmula mágica que
me garantice el éxito?
Está
bien que el casamiento sea la decisión de muchas parejas para consagrar y
perpetuar su amor. Pero yo prefiero verlo como una opción de vida más que como
una expectativa a corto, largo o mediano plazo. Así como elegir el restaurante
donde comer, el departamento donde vivir, qué perro adoptar y si me quedo o no
en casa un sábado a la noche.
A
todo esto, todavía no estoy segura de querer casarme alguna vez. Tal vez sí. Tal vez
no. Pero tampoco cierro mi mente. Aún así, mi elección de estar soltera se basa
en considerarme lo suficientemente valiosa e independiente, como para que
alguien más lo certifique. Lo que se requiera para que dos personas quieran
elegirse y estar juntas, todavía no me pasó. Y no sé cuándo ocurra y ni
siquiera tengo la certeza de que vaya a suceder.
Pero
mi elección no tiene que ver con que me sienta egoísta o incompleta. Me siento
plena cuando logro mis objetivos. Cuando acepto críticas constructivas que me
ayuden a mejorar. Soy feliz cuando hago lo que quiero hacer sin lastimar a nadie. Cuando hago sonreír a
las personas. Cuando veo jugueteando felices a mis sobrinos. Cuando veo en calma a mi familia. Cuando comparto con mis amigos. Cuando trabajo en lo que me gusta. Cuando tomo con
entusiasmo y humildad cada desafío. Vivo con propósitos, con empatía y sin
arrepentimientos. Y el hecho de no poner “casarme
y formar una familia” en mi libretita de pendientes no significa que esté yendo
en la dirección equivocada o incorrecta.
No
existen caminos errados si vamos con amabilidad, pasión y simpatía por la vida.
Siento respeto y admiración por todas las madres y padres, esposos y esposas
del mundo. Y lo único que pido es ese mismo respeto para quienes decidimos
tomar un camino distinto en la búsqueda de la realización y la felicidad.
Me
gustan los finales felices, pero mucho más, me gustan los finales reales.
P.D.: Este post necesariamente tenía que ser largo. Me lo debía hace tiempo. Cuando empecé a escribir, las palabras salieron a borbotones de mis dedos. Y además, se lo debía a todas las mujeres solteras que buscan vivir plenas y felices.
P.D. 2: Próximamente se viene un post sobre las muchas historias de amor que tengo en mi memoria y que me hacen recuperar mi fe en el amor y en la humanidad.