martes, 8 de junio de 2010

Little girl, forever

Todo ser humano, por naturaleza, es inconformista. De chicos soñamos ser adultos, para hacer cosas de grandes, hablar cosas de grandes y que no lo excluyan a uno por ser chiquito. Cuando vamos creciendo decidimos quedarnos en la adolescencia, para seguir revolucionando, yendo de parranda y haciendo de las nuestras en la popular edad del pavo. Una vez que salimos del colegio y que empezamos a cargar con ciertas responsabilidades de adultos, nos cansamos y deseamos nunca haber pasado la barrera de la infancia, aquella etapa inocente, en que jugar era lo más serio que podíamos hacer y reírnos por las cosquillas hasta que nos doliera la panza era de lo más travieso y entretenido.

A menos de 24 horas de vida, ya somos capaces de llorar con todo el potencial de nuestras diminutas pero potenciales gargantas. Pero los que nacimos sensibles lo seguimos haciendo después por cualquier cosa que para un mortal común y silvestre resulta insignificante. Todos queremos ser Peter Pan y estar por siempre en el país del Nunca Jamás. Curioso nombre para un país. Dicen que su capital es la Utopía y la segunda ciudad más importante de su geografía pasa a ser llamada Sueños. Ese es el país del niño que nunca quiso crecer. Por algo Peter Pan no quería salir de ahí, porque sabía que la vida afuera, en el mundo real, de este lado de la galaxia tiene poco de aquel país, y sabía a lo que debía enfrentarse.


En fin, no importa. Whatever. Se joda quien se joda. Pero yo prefiero seguir ahí, en esa ingenua idealidad de la niñez. Considero a la infancia la mejor etapa de cualquier vida. Pienso que pese a que se avizoren las temibles arrugas, seguimos consciente o inconscientemente siendo unos niños. Todavía me siento como esa pequeña, como si estuviese durmiendo o zapateando en la barriga de mi mami (sí, según me cuentan en ese entonces ya era inquieta). La chiquita que revoloteaba sus cabellitos que daban forma al tradicional corte taza que todo el mundo usaba en la escuela. Y aún hoy sigo haciendo cosas como caminar por la calle sin pisar ciertas líneas, o saltándome algunas baldosas, o haciendo alguna que otra locura. Sí, cierto. Ahora que lo pienso, el mayor don de nuestra existencia es el de ser infantes, niños. Aunque lastimosamente en el maldito camino a la adultez, podemos perder lo mejor que tenemos cuando somos pequeños: la gran capacidad de asombro. Y ya no se nos remoja una lágrima cuando vemos una flor emerger, ni el brillo de la luna, ni el fresco atardecer, ni el color escarlata del anochecer. Todo pasa a ser parte de lo obvio, de lo natural.

Y es absurdo. Sí. Porque así no se puede ser un niño por siempre. Porque una vez que perdemos la capacidad de sorprendernos por las pequeñas cosas que la vida nos entrega, estamos aprendiendo a morir… Envejeciendo. Y me sigue pareciendo absurdo que nos respaldemos en la típica ley de la vida que es nacer, vivir y morir. Y no hacer nada para que quienes somos deje alguna huella. Ya no nos emocionamos ni valoramos ni nos asombramos siquiera por la simplicidad de las cosas que resultan tener un inmenso significado afectivo, que se nos entrega a diario, tal vez, como un abrazo de oso, un beso de queso, y alguna mirada cómplice de la luna que entra por mi ventana, o la del sol sonriente que me da la pauta de que un nuevo día comienza, y que puede ser mejor. Que puedo seguir jugando con la misma seriedad de cuando era una pequeña. Sí, hoy entendí que esa es la madurez a la que aspiro (como decía Friedrich Wilhelm Nietzsche).


No quiero ser como el resto, no quiero salpicarme con la suciedad del mundo y quedarme estática ante tanta maldad.Me gustaría que todos vuelvan a ser esos niños inocentes que se caían y no se hacían daño, y que ahora que se hicieron adultos, la vida no deja de darles a palos.

Quiero llevar luz, ahí donde vaya. Y ofrecer una sonrisa a quien pudiera necesitarla. Reír hasta que me duela la panza, que me hagan cosquillas hasta enfermarme de carcajadas. Llorar con cada gesto sencillo y emotivo que me haga sentir que dentro de mí todavía queda algo de Peter Pan (aunque siempre me consideré más una Campanita de este mundo). No quiero perder mi esencia, mis valores, mis afectos. No quiero, no quiero, no quiero. Solamente quiero poder abrazarme a los míos y sentir que el sol me está sonriendo para desplegar mis alas porque sé que todavía me quedan muchos cielos por volar.

Así soy. Y hoy extraño a personas que ya no están conmigo, momentos que no supe aprovechar, oportunidades que dejé escapar. Pero quiero vivir mi presente, aquí y ahora. Sentirme la niña traviesa y revoltosa que corría detrás de mis hermanos, que iba a escuela de la mano de abuela, a quien hacía copiar mis lecciones cuando mi lentitud me impedía terminarlas. No quiero dejar que la vida pase y me vea de brazos cruzados esperando que llegara el día. No. Estoy aquí por algo. Y mientras me sea posible, deseo de corazón, hacer algo que quede después. Y no tanto material, sí algo abstracto, que no se ve, pero se siente.

Quiero volver a recordar las mil aventuras vividas en mi olvidada niñez. Quiero sentirme niña otra vez, que me abracen casi hasta asfixiarme, esconder mi rostro en el pecho de papá, que me cobijen en el frío, que me cuenten un cuento cuando voy a dormir, que me canten una canción de cuna y sobre todo, sentir profundamente la magia que tiene un simple abrazo, un choque de manos, un compartir diario. Como cuando los dolores del alma aún no me aquejaban y las heridas se sanaban solamente con caramelos de colores, una camionada de ternura y amor, mucho amor.



Sí. Hoy es uno de esos días. Me invade el síndrome bipolar. Me siento alegre y triste. O no es tristeza, más bien es nostalgia y melancolía. Quizás es por eso que este post me salió mejor que los de últimamente (a criterio mío, mi afán de perfeccionista hace que me sea más fácil criticarme a mí misma). Me gustan estos días. Me ponen a pensar en estos detalles, en recuerdos que están congelados en mi memoria. Y no todos son recuerdos tristes. Sí lo son por el hecho de haberlos perdido, de que ya sucedieron. Pero intento no entristecerme porque los haya perdido, intento alegrarme porque al menos ocurrió. Y eso es lo bello de días como éstos.

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