sábado, 25 de diciembre de 2010

Navidad con cara de grinch achicopalada


Las señales son notorias. Cierto rechazo a los adornos multicolores que engalanan los negocios y las casas, el malestar que me provoca la fila de pan dulces exhibidos y la gente medio poseída por el virus de los villancicos navideños.

Ya les conté el cierto fastidio que me generan las fiestas. Desde que me di cuenta que cada año se achicaba el número de comensales para la cena de Nochebuena, desde que papá ya no festeja las fiestas con nosotros en casa, desde que cada uno ha tomado caminos diferentes, como el matrimonio, la familia política, etc. El único momento agradable de la velada pasaba a ser el final, cuando por fin cerraba los ojos para sumergirme en esa dosis de olvido que me regalaba el sueño. Y más todavía un mínimo de dos semanas después, cuando ya todo parecía volver a la normalidad de la rutina.

Desde aquellos días considero al 16 de diciembre el último día pleno del año, y deseé que los últimos días del año pasaran volando, que se fueran con el primer cohete y fuego artificial que fuera lanzado. Inevitablemente, siempre la Navidad me ganó el mano a mano y me terminaba resignando con ser una suerte de grinch achicopalada.


Yo anduve queriendo hacerme la desentendida desde temprano, en que veía a toda la gente desesperada corriendo de un lado a otro como si del fin del mundo se tratase. Pero no. Hacer oficina hasta el medio día, las felicitaciones “correspondientes”, la famosa pregunta obligada “¿dónde pasás hoy?” y toda la gente existente se ocupó de recordarme que “Oh, cielos, ¡es Navidad!”. Qué diver.

Los supermercados y negocios de barrio avisando el horario de atención “19:00 horas”, el grupo de mujeres, madres, hijas, abuelas buscando regalos para el arbolito diciendo que procedían de parte de un señor sonriente y panzón que vestía de rojo y tenía una larga barba blanca, todas buscando al menos alguna chuchería hasta en cualquier puesto ambulante de la calle. La bolsita con un pan dulce y dos botellitas de sidra que nos regalaron en la oficina, la infinidad de mensajes y mails llenos de renos y nieve (¡en verano, ¡qué oportuno! ¿no?) que me enviaban desde un día antes por miedo a que colapsaran las líneas, los arbolitos bailarines con deseos colgando de las ramas y la típica frase de cierre: “Feliz Navidad y próspero Año Nuevo” (y muchos le agregan el jojojo para hacerlo más atractivo).

Fiel a la tradición, pero pese al desgano, en casa está armado un firme árbol de Navidad y el frente lleno de foquitos blancos. No hay pesebre, ni víveres ni regalos debajo del pino navideño. Así que ante semejante panorama y escasez de ornamentos decorativos, me di cuenta que podía (y debía, en última opción) darle cuerda al desánimo y tratar al menos de cambiar el chip y poner en ON el optimismo.

A la hora del brindis, empecé a lagrimear. Más por inercia que por otra cosa. Las últimas Navidades (sin abuela y con mamá en una casa, papá en otra) no fueron de las mejores que he tenido. Pero esta vez procuré. Intenté que esta Navidad no opaque el gran año que tuve. Ese año que cantando bajito pero a pasos agigantados llegó y atravesó las hojas del calendario, que se paseó por las cuatro estaciones y finalmente llegó, algo cansada, pero conservando el mismo espíritu simpatiquito de siempre.

Esta Navidad, me obligó a tomar conciencia de que este año teñido de innumerables cosas (buenas, malas y no tan malas), se va, colgado de alguna bengala hasta perderse en algunas que otras luces multicolores o blancas.

Yo voy a empezar otro año con mucho camino recorrido y con más aprendizaje a cuestas. Me queda la sensación de que al menos le di batalla a casi doce meses de incertidumbre, de cierto letargo impuesto por la vida, pero que al final fue recompensado de alguna u otra manera. Tardó, pero finalmente llegó la recompensa. ¡Y vaya sorpresa!

No fue todo de las mil maravillas. Pero el 85% de las metas que me propuse a fines del año pasado, logré cumplirlas, el 15% restante, fueron y serán retrasadas por cierta dejadez de mi persona. Pero con el fin de cumplirlas al 100%, haciéndole frente a algo mucho más grande y a fin de superar un desafío mucho, pero mucho mayor.

Este 2010 que está a punto de irse, pasa a ocupar un lugar en el pasado, ese lugar en el que se encuentra gente con nombre, con rostro y con un lugar en mi memoria. Pese a que siempre habrá cierta gente a la que dejo enterrada junto a algunas que otras miserias fortuitas que me tocó vivir, gente que no tendrán el privilegio de ser mencionadas siquiera en mi lista de apegos desmedidos.

Acá, en mi mundo cotidiano, queda una colección de afectos con olor a nuevo y otros tantos añejados por el paso del tiempo que se convierten en reliquias de inmenso valor.

Por supuesto que queda también un lugar de privilegio para mi vocación, el periodismo. Que a fuerza de tolerancia pude llegar a cumplir los cuatro años y las 40 materias del plan curricular. No sé si se cumpla la predicción de papá respecto a eso, pero como lo dije, la elección me dio el mismo privilegio de la vocación, no solo de la profesión. De haber sido cualquier otra cosa (astronauta, ingeniera nuclear o matemática), en el fondo, siempre habría continuado siendo una buena periodista =D

Por sobre todo, y aún así, la esperanza sigue ahí intacta y reluciente, de saber que así como llegó la Nochebuena, va a llegar un nuevo año con trescientos sesenta y cinco páginas para colorear y emocionar.

Porque si hay algo que este año me quedó más claro que el agua, es que todo, absolutamente todo, llega. Que siempre vale la pena esperar.

Espero que hayan tenido la mejor de las Navidades y que el 2011 venga cargado de alegrías.

No les deseo una Nochebuena, sino una Buena noche. Espero que se haya extendido hasta el amanecer y que se prolongue hasta el INFINITO Y MÁS ALLÁ!

Sean felices, o al menos, inténtenlo.

De corazón: ¡Feliz Navidad a todos!

¡Y gracias, por ser parte siempre!

¡CHEERS!

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